La estética de la renuncia
Todo se reduce a pelear o huir. Somos un género fundamentalmente dialéctico, nuestra naturaleza nos conduce solamente hacia la futilidad del eterno retorno o al vértigo de la renuncia y el resultado de tal pugna tiende cada vez más hacia la huída.
Con frecuencia mis intercambios, en los más diversos ámbitos sociales, terminan en sentencias como: “dan ganas de dejar todo tirado y ponerse a escribir” o “sería mejor dejarlo así e irse una temporada a la montaña”; lo bucólico y la más ciega distancia en el borroso horizonte del ponto nos prometen un mayor beneficio, más aún que el aciago límite de nuestras más aventuradas y elusivas expectativas materiales.
Dicen (A.K. Schaffer de la Universidad de Kent, Reino Unido en su “Agotamiento emocional: una historia” y similarmente el Dr. E.J. Khoo y compañía, desde una perspectiva más clínica) que el agotamiento cultural que vivimos es particularmente expansivo en la contemporaneidad y está asociado a una perenne sensación de fallo y derrota.
Pero la sensibilidad al fallo es de un carácter hereditario y residual, en buena medida proviene de la incógnita generación que nos precede cuya taxonomía fue labrada por presenciar el fin de la historia, por la perplejidad del descubrimiento del mutismo de la divinidad y por la amarga entelequia de la defraudación política como realidad.
La generación que nos precede se enamoró del constructo autorrealizado y ante la decepción o el fracaso, la respuesta no puede ser sino un inverso Pigmalión, una fantástica elaboración de las expectativas insatisfechas, creándonos a nosotros: los vástagos hipersómnicos e hipersensibles, cúmulos de bilis negra (en el sentido Hipocrático) agotados y derrotados, flemáticos y convulsos apátridas, ácratas y representantes del agotamiento emocional.
Aún no comprendemos qué es, cómo es que se disipan tan rápidamente nuestras pequeñísimas certidumbres. La expectativa defraudada es la primer pieza de dominó que cae inversamente y se trae abajo el equilibrio planteado por Nash, nuestro arquetípico y frágil esquema de satisfacciones se ve afectado por la falla o la derrota de uno solo de los jugadores.
Se erige como única esperanza entonces, la reconstrucción de la confianza a través de la autoexclusión, un acto de exilio de facto trascendentalista que nos invita a lo natural, al ludismo de la más básica necesidad de preservación, es decir, agenciarse solo lo necesario para que no nos culpen de suicidas; la única manera de aguantar un poco más se basa en huir selectivamente, en diluir los arraigos que explican el nuevo nomadismo moral, simbólico y existencial.
El pesimismo nos conduce a pensar en una estética de la ausencia, en la belleza de la consternación que nos despoja de lo innecesario, de lo accesorio. Aunque no todos estemos dispuestos a “dejarlo todo” por preservar un sistema condenado. El spleen que invocaba la rebeldía literaria hoy aglutina la necesidad de la retórica renuncia.
Pero ¿de qué estamos cansados? Nuestras expectativas sociales son transitivas, completas y reflexivas, cambiantes constantemente, no es plausible adscribirnos a un único sistema valorativo del cual se derive siquiera una aproximación a la universalidad de la convivencia, somos la generación que asistió al novenario de dios, que descubrió que nuestra institucionalidad democrática es telúricamente sensible a la moral, que presenció demasiadas marginaciones pero empieza a ser cínicamente malthusiana.
Tampoco las expectativas de un retiro parecen sostenerse ante el actual esquema de producción que subsidia el presente y el pasado con los recursos futuros, pensar en el beneficio social de una pensión es una ambición demasiado pretenciosa.
Y si tomamos en cuenta la transversal y democrática super-exposición a las vidas de los otros, a la pantalla que solo exhibe los highlights y nunca las honduras, nunca las depresiones y nunca la fealdad; la atención humana, tanto como ahora, nunca fue un bien tan escaso y el contacto social, paradójicamente, tan cercano pero tan mediato al mismo tiempo.
Y todo esto coloca una presión inconmensurable sobre la psiquis colectiva de la moral social, de la consciencia del género humano, una ansiedad quística que nos aísla, que compra un mundillo á la carte para cada uno de nosotros.
El cristianismo que abandonamos ve como una consecuencia de la falta de fe, el agotamiento que padecemos, una debilidad espiritual, pero paradójicamente y ante el pesimismo condicionante que nos censura, la única redención parece ser el aquel dantesco cielo que decidiésemos ignorar.
Es eso o huir a las montañas.
Luis Carlos Olivares
luigyom@hotmail.com