Un fantasma recorre Ciencias Sociales
Mark Fisher en 2019 o la hauntología del movimiento estudiantil
ALLAN ORTIZ MORALES
El brillante teórico cultural británico Mark Fisher, se suicidó en enero de 2017. Sus preocupaciones habituales, la fuente principal de sus reflexiones sobre la cultura en el marco del capitalismo global posfordista, eran los productos de consumo básico de aquello que los teóricos de Frankfurt denominaron la industria cultural: textos cinematográficos de consumo masivo, música pop y series televisivas. No dejaba, sin embargo, de interesarse por el Ciberpunk como fenómeno estético, por la cultura digital y por la obra de críticos como Simon Reynolds y Fredric Jameson. Sus principales obras traducidas al español Realismo Capitalista ¿no hay alternativa? y Los fantasmas de mi Vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos publicadas por el editorial argentino Caja Negra, plantean un todo orgánico de reflexiones sobre el mundo contemporáneo: el primer texto explorando los mecanismos de obnubilación del futuro, la producción tecnocrática y el estalinismo de mercado como las coordenadas ideológicas y económicas (cada vez menos distinguibles per se, de acuerdo a la lógica sistémica del realismo capitalista) de nuestra actualidad; el segundo rastreando esos síntomas en múltiples áreas de la cultura, desde la electrónica rave del darkside jungle, hasta la depresión como síntoma colectivo del malestar social ya sea que se manifieste a través de canciones de Joy Division, o de convulsas citas médicas en las cuales se termina con receta en mano, filas incómodas y anhelos de potentes drogas.
La clave para comprender las ideas de Fisher, y su correlación con el movimiento estudiantil de la Universidad de Costa Rica en particular, está en el concepto central de su obra, la hauntología. Esta ontología de lo fantasmal, o principio para comprender el horror de una presencia ausente, es adaptada de la obra de Derrida sobre los Espectros de Marx. El espectro, es algo que vaga de forma no tangible, parece algo que se fue, que ya no está, pero permanece en los bordes. Aterra porque su presencia no puede erradicarse, da vueltas mientras cerramos los ojos, se mueve velozmente a nuestras espaldas, no nos confronta pero nos insinúa su presencia. El espectro, y está es una insinuación mía, quizá es melancolía esquizofrénica. En la hegemonía de las crayolas, la historia del movimiento estudiantil se redujo a la burocratización de dos partidos progresistas convertidos por una parte en voceros del partido de gobierno, y por otra, en voceros de una fuerza de izquierda electoralmente inestable y precaria; su tibieza se reflejó hace un año, como síntoma de la esclerosis universitaria, que se manifiesta en la esfera pública con la cara de un rector cada vez más esquivo, el silencio institucional sobre la Reforma Fiscal, y la transformación del Semanario Universidad en un portavoz del PAC. Pero el fantasma nos acosa, y nuestra depresión no tardaría en convertirse en molestia, furia politizada, e incluso en la necesidad de reestructurar el orden institucional, volver el mundo al revés, parafraseando a Trotsky.
Soñar no cuesta nada. En última instancia sabemos que hay algo ominoso, algo siniestro, algo oculto, un malestar que no podemos obviar, que atraviesa la universidad, que atenta contra ella, y principalmente contra todos quienes dependemos del soporte del Estado para construir un sueño, una carrera académica, una carrera profesional, o simplemente para leer un poco más que el suplemento Áncora de La Nación.
Universidad de Costa Rica, jueves 17 de octubre, 2019. Se confirman las sensaciones fantasmales, se transforman en protesta política: mientras corrían rumores de la toma de rectoría por parte de estudiantes de la UNA, y los malestares en las Sedes Regionales no podían obviarse más, los gritos, las alarmas, y todo artefacto imaginable capaz de hacer ruido se multiplicaron piso por piso en el edificio de Ciencias Sociales de la Ciudad de la Investigación. El malestar colectivo no tardó en materializarse en una asamblea con ilustres participantes, estudiantes, profesores, profesores afines al partido de gobierno, gente de todo tipo. Se procedió al bloqueo, y se oficializaba la toma. El enemigo común, aquel que se lanza sin pensarlo sobre el artículo 84 de la Constitución Política, debía ser eliminado del mapa; pero en la cura había una enfermedad, y la piel de la universidad mostró en su superficie la irritación cutánea semi-escondida, semi-ignorada, de siempre. A partir de allí se expresó la hauntología, la ontología de lo fantasmal y lo siniestro, lo que está detrás de las puertas, lo que hace que las paredes sangren, el enemigo que está en casa, el trauma de la vida familiar (más o menos el mismo leitmotiv de The Shining de Kubrick). Más de un grafiti demuestra ese innegable retorno de lo reprimido, el odio que supura por la institucionalización de una burocracia del saber no exenta de rasgos machistas y autoritarios. Pintar a Trotsky con lápiz labial en un muro, no es un accidente. No es vandalismo, es hauntología.
Podría pensarse que quizá sonreiría Mark Fisher al ver sangrar las paredes por una nueva vanguardia estudiantil dispuesta a jugarse el cuerpo por dar su mensaje desesperado a la sociedad indiferente, a la sociedad hipnotizada por Carlos Alvarado, el progre, el que escribe novelas, la sangre nueva de un partido que soñó ser socialdemócrata y despertó más neoliberal y represor que los anteriores grupos políticos que gozan con destruir lo que la lucha social y la socialdemocracia construyeron con años de esfuerzo. Podría pensarse que Mark Fisher apreciaría todos y cada uno de eso grafitis, algunos hechos con talento, otros con odio y repulsión. Podría pensarse que Mark Fisher sonreiría caminando por la madrugada como un observador de un nuevo resentimiento de clase, que quizá ponga en marcha la historia que quieren robarnos. Algún crítico al observar los grafitis lo comprenderá. Recorren los pasillos un malestar con el presente, una imposibilidad de reconstruir el pasado obsoleto y cosificado sin pastiche. Como Mark Fisher señalaba, la dimensión hauntológica o espectral, los fantasma de nuestras vidas como jóvenes con futuros obnubilados y restringidos, no pueden simplemente reprimirse, aparecen de forma fantasmal, no como el espectro del comunismo, sino como algo a la vez más problemático y discreto, la sensación de una sociedad que se estrecha, que se asfixia con su propia faja en un éxtasis BDSM, el sadomasoquismo neoliberal, en términos más concretos. Una adicción al recorte, una política pública guiada por la lujuria de nuestra lumpenburguesía conservadora, esa que nuestros “liberales” asocian con los valores del consenso y la rectitud. No en vano ahora Juana de Arco resucitó como economista. Los fantasmas no cesan, son parte de nosotros mismos.
Allan Ortiz Morales
Estudiante de historia Universidad de Costa Rica