La mítica igualdad del ser costarricense
La valoración de nuestras pequeñísimas apropiaciones radica en que ellas se reserven un carácter de prescindencia, lo cual es la correcta cuota de dignidad que debe comportar nuestro sustrato. Fundar un arquetipo de identidad alrededor del espejismo de la igualdad se antoja un síntoma de la fragilidad originaria y endogámica póstuma.
“Los costarricenses, todos blancos, son pobres”, diría Carlos Sojo. Fundamentalmente aislados por culpa de lo bucólico, esencialmente habitamos el claustro de nuestra fobia a la diferencia, nos masturbamos con la creencia de que categorial (y señorialmente) somos diferentes a los “otros”, pero la procesión va por dentro.
Este espacio idílico, pacífico y verde (casi edénico), amurallado valle de escogidos (casi siónico), es la mórbida e incestuosa representación de nuestra nacionalidad, la eterna dialéctica del ser costarricense que se imagina inmune a la pobreza extrema pero que le empieza a molestar la comezón por los apetitos insatisfechos.
La arquetípica ensoñación en la que nos imaginamos todos iguales, nunca antes tanto como ahora, se disipa gracias al influjo del advenimiento de la pluralidad como reivindicación discursiva. Sin embargo de todas las categorías por las cuales la diversidad alza la voz, la menos atractiva es la que nos recuerda nuestras ostentaciones y nuestras carencias.
Una de las categorías que definen nuestro carácter más bien desigual, es el ingreso; cerca de un 58.6% de la población costarricense (que corresponde a los habitantes en edades entre los 0 y 35 años de edad) solamente ha conocido un tipo de realidad, representada por escenarios tan heterogéneos que en 5 km2 encontramos tres tugurios por cada desarrollo de lujo (Vista de Algo, Camino de lo otro, etc.); todo ello ante la mirada más aséptica e indiferente.
Desde 1985 el comportamiento de la medida de la disparidad en la distribución del ingreso, ha sido bastante regular; entre 1986 y 1998 oscilamos entre los 46.8 y los 45.5 puntos del índice Gini y los siguientes 3 años la tendencia fue al crecimiento sostenido, hasta alcanzar el nivel de 52 puntos en el año 2002. Normalmente después de ciclos de este tipo, si las causas no son endémicas, los datos suelen manifestar correcciones a la baja hasta nuevamente asentarse alrededor de niveles con variaciones apenas marginales; en nuestro caso ese período fue entre el 2002 y el 2005 y de ahí hasta la actualidad (con excepción del año posterior a la crisis) el nivel del índice ha rondado los 50 puntos.
No nos engañemos, la desigualdad en la distribución del ingreso está más cerca del rango que comparten varios países del África subsahariana (por encima de los 50 puntos), que de Noruega (25.1 puntos) o Finlandia (25.3 puntos).
Aún así poco nos dice la distribución del ingreso si pensamos en ella de manera abstraída. Al considerar por ejemplo, el índice de Desarrollo Humano (como indicador sintético conformado tripartitamente, basado en la esperanza de vida, escolaridad promedio y el PIB per cápita) en perspectiva cantonal (endógena) tenemos cantones que alcanzan niveles de desarrollo humano superiores a los 0.9 puntos como Montes de Oca o Santo Domingo (niveles como los de Singapur o Países Bajos) y otros como Talamanca o Alajuelita con niveles inferiores a los 0.6 puntos (similar a los niveles de países como Papúa Nueva Guinea o la República del Congo).
Hilando más fino: dos quintas partes de la población costarricense acumula más del 70% de la riqueza total y una quinta parte solamente, más del 50%; para el cohorte de nacidos después del año 85, 4 de cada 10 nunca realizaron sus aspiraciones, desahuciadas todas ellas por el determinismo de la (ina)movilidad social vertical.
Desde el punto de vista pseudo moral no es plausible decir que éstas diferencias sean suficientes para emitir criterios valorativos, pero tal cosa sería corresponder y perpetuar esta mítica formación del ser costarricense, que dice que todos los de adentro somos iguales, todos blancos y que compartimos cierto nivel de riqueza que nos permite no envidiar y no codiciar demasiado.
Afirmar tal cosa es la rúbrica de la prerrogativa en favor de los intereses de unos pocos, en perjuicio de los otros, en detrimento de los demás; es acoquinarse categóricamente y legitimar el estatus de quienes pretenden hacernos creer que “todo tiempo pasado fue mejor” y que el sistema aún funciona, ignorando que esta generación, ese 58.6% de la población que solo conoce la desigualdad endémica, tiene en sus manos transformarla en la virtud de parecernos.
Luis Carlos Olivares
luigyom@hotmail.com