Unas flores para Althusser
CARLOS UMAÑA GONZÁLEZ
Althusser llegó a mí con lo que inevitablemente se ha convertido en la escena común en torno a su figura. Es decir, con las imágenes de aquel fatídico 16 de noviembre de 1980 que trazaría una marca indeleble en su nombre. Parecía el punto final de una genealogía, la suya, confusa, repleta de vericuetos, atravesada por guerras y que ha sido comidilla de psicoanalistas silvestres, entretenidos con la ausencia y presencia del nombre del padre en su historia. La historia de para algunos y algunas el filósofo marxista más importante del siglo XX.
Años después me encontré con otro Althusser. Con su dialéctica aleatoria como salida al túnel obturado de cierta mecánica hegeliana, con su innovación de consecuencias actuales sobre la lectura de la ideología, con su aproximación a Lacan a quien recibió en L'École normale supérieure y de alguna u otra forma heredó sus estudiantes, mismos que aún hoy, muestran su magnitud en la escena intelectual francesa. Es decir, un Louis Althusser cuya incompatibilidad con la realidad la resolvía produciéndola, reinventándola en defensa de una verdad que habilitaría la revolución. Invención que estuvo mediada por sus múltiples internamientos psiquiátricos, su psicoanálisis con René Diatkine, y su declive final. Así inició y continúo para mí una relación profundamente amorosa con esa filosofía, la althusseriana.
Althusser, argelino de nacimiento, murió en París el 22 de octubre de 1990.
Más allá de la magnificencia de su pasado aristócrata traducido hoy día en el mayor de los lujos occidentales (en franco declive, por cierto), París ha sido para mí el contacto con aquello que queda de su amanecer ilustrado (de cierta ilustración). O lo que podría decirse distinto, París ha albergado en diversos momentos de su historia días en que la modernidad (cierta modernidad) se ha encarnado. 1789 y 1968 para mencionar apuradamente dos episodios. Y ambos claro está, sostenidos por intelectuales y trabajadores/as que me despiertan respeto por su tan humana epopeya.
La palabra respeto proviene del latín respectus y esta a su vez se puede descomponer en dos partes: re y spectrum, lo que daría como resultado que la práctica del respeto en sus orígenes tenía relación con una re-aparición, un volver a ver o más precisamente un volver a ver de cierta manera. Es así como me gusta pensar el respeto, como un retorno no nostálgico, como una forma de ver distinta, una distinción vital. El respeto es una práctica histórica si se quiere.
Costarricense como me adjudicaron al nacer, aprendí que rendir respeto tenía entonces que ver con visitar a los muertos. Inscribirlos en la vida. Hacerlos aparecer. Y así me convertí de adulto en un turista bastante extraño, uno que visita tumbas. Son viajes de alta carga afectiva. La llegada, las cartografías del cementerio, el ambiente inigualable de ese silencio glaciar, harpocrático, y las flores, claro, las flores.
Varias cosas me han ocurrido en estas aventuras. En Roma, durante una visita al Cimitero Acattolico conocí el respeto que los sepultureros tenían por Gramsci. “Señor Gramsci” lo llaman, como si caminara entre ellos. En Londres, en el Cemetery de Highgate pude ver la mayor cantidad de cartas en distintos idiomas dedicadas a alguien. Una orquesta poliglota de respeto. Y tal vez sea así porque todas las lenguas conectan con el espectro que ahí se visita, Karl Marx, quien nos dio una lengua común para pensar el presente del capital y el porvenir del mañana. Podría continuar con estos apuntes, pero me extendería más de lo que ya lo he hecho, así que volvamos a la capital francesa y su filósofo que es lo que nos ocupa.
No es difícil de adivinar lo que sigue ahora. De entre algunas tumbas me faltaba visitar la de Althusser, así que viajé a París con ese pendiente en el itinerario.
La cartografía de llegada a la tumba me fue de difícil, dificilísima localización. Busqué en francés y español la ubicación y no alcanzaba el hallazgo. En Google Maps no había registro, en Google una indicación errónea. Pregunté en L'École normale supérieure (donde fue profesor Althusser) y me miraron con extrañeza; ¿Cómo vamos a saber eso? me respondieron. Entonces, al borde la desilusión, encontré como botella con mensaje en medio del océano cyber una pequeña entrada de blog del año 2007. La nota titulada: Ya nadie visita la tumba de Louis Althusser, denunciaba con tristeza la inexistente atención a esta tumba y el riesgo inminente de que el espacio que ocupa fuera relevado pronto, pues al filósofo se le había abandonado. Y por increíble que parezca, Pablo Pineau, su autor, cerraba el breve escrito indicando el mapa para el encuentro: “El cementerio queda en Viroflay, al sudoeste de Paris, y la tumba es la cuarta de la hilera séptima”. Días y días buscando la indicación y apareció de golpe, como si de un designio se tratara.
Así, con la advertencia de la nota de fondo emprendí el viaje a Viroflay. Era ahora un viaje con misión incluida. Desde el 19ème arrondissement tenía que llegar a la estación de Invalides, tomar el RER y arribar en Viroflay-Rive-Gauche. Una minúscula aventura urbana, porque no tenía idea de adónde iba. Al llegar encontré una estación desierta, con los puestos del personal de asistencia vacíos, un frío helado y la amplitud de las afueras de París que solo se dimensiona en comparación con los “centímetros cuadrados” de los abarrotados cafés del centro.
Tras 15 minutos de caminata: un extenso parque, una carretera cualquiera y el cementerio. Si antes había soledad, el cementerio era el paradigma de la desolación. Lo rodea un bosquecillo donde uno que otro animal debe asomar de vez en cuando, uno de esos que han quedado a medio camino entre lo urbano y la vida silvestre. Sin percatarme de un mapa interno que había en el cementerio di vueltas como por unos 40 minutos. Debo haber leído unos 200 nombres de vaya a saber quién. Me detenía en la belleza de algunas de las tumbas y uno que otro epitafio notable. Hasta que casi rendido di con el mapa interno. Los dos mapas, el de Pablo y el del Cimetière Militaire Français de Viroflay conformaron la cartografía precisa que me permitió el encuentro.
Continúa ahí la tumba de Althusser. Descuidada, descuidadísima para precisar el adjetivo. Tal vez como síntoma histórico del descuido que hemos hecho de las líneas emancipatorias que nos deparen un futuro. Limpié un poco la superficie de la tumba. Las letras que la distinguen son ahora casi ilegibles. Sentí ganas de llenarlas de tinta, de escribir el nombre como corresponde. Pero no tenía tintero para ese material y menos la experiencia caligráfica para hacerlo. Lo que sí tenía era un ramo de flores rojas.
La tumba de Althusser tuvo desde entonces y por varios días una distinción. Una distinción respetuosa.
Madrid, 07 de febrero del 2024
CARLOS UMAÑA GONZáLEZ
Psicoanalista