Una mancha de charral
En mi barrio hay una mancha de charral por la que he desarrollado una extraordinaria fascinación. Está un lado del parquecito y ocupa, justamente, el único trecho identificable que queda del tranvía.
Es, en realidad, un derecho de vía municipal que ha sido invadido por el sotobosque. Zacatón. Matas de higuerilla. Arbustos de jaboncillo. Un par de palos de poró. Cornizuelos. Manigua.
Allí hacen nido unas cuantas ardillas, una zarigüeya que permanentemente debe sortear las dentelladas de Rex, el perro del barrio, y varias especies de aves.
A menudo, al atardecer, voy al parquecito y me quedo un largo rato escuchando los trinos de los yigüirros y los cenzontles tropicales. Desde ese punto puedo ver la suave pendiente que acaba en el cauce del río Aguacaliente. Ya en otro momento escribí que aquella fue una zona de manantiales y humedales que se extendía hasta el río, esa herida vital donde la gente solía tomar baños y pescaba tepemechines que subían contra la corriente como salmones austeros. Hoy, sin embargo, es una suave pendiente salpicada de urbanizaciones y esporádicos remanentes de potrero y charral.
Cerca de la quebrada de La Zopilota, a menos de un kilómetro de la mancha de charral, la gente de mediados de siglo XX capturaba barbudos, una especie de bagre que puede sobrevivir fuera del agua. Los furiosos aguaceros de octubre provocaban que la dichosa quebrada anegara los terrenos adyacentes. Y entonces, la gente iba con canastos a recolectar barbudos. Era casi como cosecharlos.
Hay épocas más propensas que otras a los delirios resurreccionales de la naturaleza. En 1890, por ejemplo, William Morris publicó Noticias desde ninguna parte, una novela utópica en la que las ciudades son engullidas por la naturaleza. Los humanos del 2020, sujetos cuyo límite es una mascarilla y cuyo ámbito de acción es, en rigor, una infección , al igual que Morris, anhelamos derribar las ciudades y dejar que los ciervos y los lobos se paseen por las aceras. Nos deleitamos imaginando que las raíces de los árboles se rebelan contra el asfalto y que las paredes se invaden de musgo y líquenes.
Nos sorprende el avistamiento de una ballena jorobada en Caldera y de un puma en San Isidro de Heredia, porque, en el fondo, deseamos que todo vuelva a comenzar. O al menos eso me ocurre a mí. Como los primitivistas, mientras veo la mancha de charral, pienso que todo ha sido un error, que este entuerto solo se remedia empezando de nuevo.
Durante la colonia y hasta bien entrado el siglo XX se oficiaron misas y procesiones con imágenes de santos para así conjurar las catástrofes. Yo, que no llego a tanto, me conformo con pedirle a los funcionarios municipales que no chapeen la mancha de charral del barrio, que la dejen allí para que las palomas puedan detenerse a comer jaboncillo.
Y mientras trato de convencerlos (a los funcionarios) pienso en las catástrofes de antes y en esa forma de asumirlas como castigos divinos ante nuestras conductas pecaminosas. Y pienso que en la actualidad la gente como yo interpreta las catástrofes como castigos de la naturaleza y por eso le ruega a los funcionarios municipales que no chapeen las manchas de charral del barrio, que no urbanicen esa suave pendiente donde antes hubo humedales.
La culpa es la única certeza que nos queda.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha