Una escatología secular: revalorización de las cosas que dimos por sentado

En el patio hay una mecedora de madera con respaldar de mimbre que existe sensible y desordenadamente en una esquina, su acomodo no es consecuente con la perpendicularidad de las paredes que se besan secantes y angulares, no se abastece tampoco, cromáticamente, del ocre del piso y desconoce de la conjugación atemporal de la que es parte. Sentado en ella estoy yo, de ocho años, meciéndome como si tuviera ochenta y absorto como enfermo de clarividencia.

En otros tiempos se decía que la naturaleza teme al vacío, la pintura frente a mi era prueba de ello: una chayotera se aprovechaba de los alambres del tendedero y se confabulaba con un higuerón pequeño cuyo origen nunca me provocó la más mínima curiosidad, sencillamente lo daba por sentado como el resto de pequeñísimos cuadrantes abarrotados, del bidimensional recuerdo.

Los vacíos eran los menos, la sombra se repartía parejamente el espacio con el sol que nunca tuvimos que extrañar. El resto del paisaje de aquel patio se componía por la itinerante pililla de cemento y un pequeño planché que hería por extensión al otro piso, el de tierra, pero que cedía descuidadamente ante las silenciosas y arbitrarias raíces que, a fuerza de tiempo, fueron aprendiendo a saludar.

La llenura es un evento antrópico, cualquier plétora disruptiva es culpa nuestra, la naturaleza está enamorada del vacío. Mecerse es a veces para la paz, lo que la gota de agua a la clepsidra; mi yo de ocho años imaginó el binomio vanidad-esterilidad sin entenderlo, como la ley, que está escrita en el corazón de los gentiles, unas veces dando testimonio y otras tantas acusándolos o defendiéndolos, en sus propios pensamientos.

Recuerdo un día particularmente caluroso, domingo sería tal vez, por su habitual silencio. El rítmico trémulo de la madera vieja irrumpía sinfónicamente en el cuaresmal patio, como una queja elíptica que mi yo de ocho años no se preocupaba por explicar, mucho menos por reparar. Tiempo después entendí que no hay por qué temer a las saturnalias de la madera, que el miedo que sentimos por los ruidos de la noche es solo húmeda lumbre  dilatándose oscilante como en cuna.

Me gustaba estar en el patio durante la noche especialmente, era como una actividad proscrita por un miedo profiláctico heredado de un rumor. Desde una mecedora, contemplar la vacuidad es una cuestión incidentalmente ecuménica, la hipersensibilidad rítmica y la noche meridional constituían una realidad muy lejana al origen del miedo.

-II-

Cierta ocasión, escuché en “off”, una voz radial raramente familiar y a la vez vigésima, que me sacó completamente de ese trance que llamamos “estar ido”, decía que las libertades individuales se relajan en tiempos excepcionales, que nunca antes estuvimos tan frágiles y vulnerables. La voz argüía, con un tono cuidadoso, que quizá estamos viviendo una época que demanda cierta fuerza, antes inhibida, que aumente inconmensurablemente hasta salvarnos a todos, aunque para ello tenga que matarnos.

Es miedo o una consciencia psicótica que necesita orden. La mecedora parece tener propiedades Ganzfeld, quizá sea una mecedora evanescente.

-¡Cuidado!- decía la voz, -porque de la necesidad inmediata de orden, emana una demanda de actuaciones y estados de caprichosa singularidad, que no son sino propiciaciones de autoritarismo a pagos de polaco, a precio de las libertades individuales-.

Con cierto dejo mesiánico continuaba sus alérgicas y tensas advertencias. Pero el salto es corto. Decir, por ejemplo, que la vertiginosidad de las líneas de mando es una condición esencial y determinante del éxito en el manejo de eventos liminares, es también decir que tenemos miedo y cuando hay miedo se recuerdan las liturgias y se prenden las velas.

Con ello imperativamente se mojan por igual kantianos y semitas. Si contamos con Daniel, han pasado exactamente sesenta y nueve semanas hasta la muerte de Cristo; hemos comenzado a soñar con parusías, a esperar el doceavo Imam, al Hujjat-Allah al-Mahdi, pero el primer resucitado de esta época ha sido Huntington.

Lucas dice: “(...) y en la tierra angustia de gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán (…)”.

-III-

Aún con la tonalidad panteísta de la consciencia postmoderna, con todo su pertrecho funcional al globalismo y su autodivinización de la consciencia póstuma, poco se puede hacer contra el miedo. Aún cuando el neopanteísmo replantee el espacio de lo religioso y cree una moral relativista que extraña los absolutos, nada puede hacer contra la abismal necesidad de un Anticristo, un usurpador político con tendencias unitarias, que absorba la necesidad de unificación del ámbito de lo global en beneficio de la paz, como único barredor de nuestros temores.

La historia comporta una consciencia escatológica. En el sentido cristiano sería un avivamiento, en su forma secularizada y moderna es el progreso y la supervivencia. En este sentido vemos la escatología secular como una clave hermenéutica de la historia: todos sucumbimos a veces ante la permanente seducción de la historicidad de la existencia humana; pero esto no resiste, se desvanece ante la posibilidad de realización de un eschaton.

Este acontecimiento irrumpe en la historia, es heterogéneo con respecto a una era, la trasciende, mientras que la idea de regreso hace las veces de extrapolación de una estructura que es propia de todo presente con respecto de un futuro inherente. Lo cual puede ser secular también, por su pretensión de permanecer en el mundo, es decir, una necesidad de repetirnos continuamente que todo pasará, de soñar con el futuro pareciéndose a un pasado, pero higiénico; como una trascendencia platónica que se diluye pensando que al mundo no le queda demasiado tiempo.

Pero la secularización escatológica difiere de la bíblica en que esta última alude más bien a una crisis histórica. Esto necesita de un desinterés absoluto por la representación de la muerte y de la explicación de la historia como un síntoma de la aguda situación que no puede ser sino una propiedad del fin. Así le recuerda Pablo a Corinto: “(…) ya no hay tiempo que perder… los que están usando de este mundo deben vivir como si no estuvieran sacando provecho de él, porque este mundo que vemos ha de terminar”.

Lo cual implica hasta una reversión, inclusive, de la influencia ética, o sea, la dilación de la ética ante la pérdida de la esperanza en el retorno. “… Si es verdad que los muertos no resucitan, entonces, como algunos dicen: ‘¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!’”. Pero tal actitud solo tiene sentido ante la promesa de resurrección. Casi tanto como el ideal secular universal tiene sentido ante la aciaga esperanza.

El fin, el escathon que esperamos y tememos igualmente, de forma ambivalente, condiciona nuestros deseos: a veces el tiempo es breve y rogamos pro mora finis y a veces solamente no podemos. La historia se reserva orgullosamente para sí una prerrogativa, su autoestima reconoce lo eterno.

Dado que no hay ninguna idea de historia que pueda remitirse, esencialmente, a la esperanza cercana, solo la desaparición de esta, el retraso de la parusía o el “desengaño” apocalíptico pauliano pueden permitir una pena secularización de la originalmente no mundana eclessia: Si la petición de un mesías (es decir, el ejecutor del espíritu que clama por la excepcionalidad) falla, entonces se pedirá por la dilación y la tardanza, a saber un plazo de gracia.

Claramente esto no equipara final del tiempo y tiempo final, porque comparar mesianismo con escatología es una de las más insidiosas hermenéuticas. Lo que se anhela es certeza sobre ho nyn kairos, o una cápsula de tiempo incontestable, dentro de un continuum espontáneo, “con la mira de manifestar en este tiempo” una composición de la justicia, o del práctico bienestar general por encima del individuo, pues se tiene “por cierto que las aflicciones del tiempo presente” son un indicativo de la inmanencia del futuro, creando una constante tensión entre lo ya realizado y lo todavía no cumplido.

Tal falsación escatológica de la espera comporta una pervivencia logarítmica de remanentes, una construcción que tiende al “yo solitario” de vocación anatémica para la emergencia de un falso plenipotente unificante. La necesidad de un gobierno mundial es consustancial con la rebeldía de pensar libremente, la potencialmente flagrante necesidad de un remanente.

En el silencio cuaresmal (o cuarentenal) algunos ruidos son más perceptibles, como la madera que se hincha y que rechina. Como el recuerdo de la mecedora. Como revalorizar estéticamente las cosas prescindibles, como una ontología de las sobras, como una relectura de las cosas cotidianas que damos por sentadas. Un remanente, como esas cosas que nos hacen falta.

-IV-

El recuerdo implica, necesariamente, el reconocimiento de una ausencia. Ausente está mi yo de ocho años y la mecedora resonante de madera y mimbre. Ausente la urdimbre frugal de los cocoros y los higos. Ausente en el recuerdo, en una especie de muerte líquida y dúctil, una mutabilidad tras la que descansa lo eterno.

Hoy recordamos las cosas que nos hacen falta, las cosas que dimos resolutamente por sentadas, las cosas que hoy queremos llorar y no podemos. Las que nos prometen volver cuando entendamos su significancia, las que nos han sido privadas.

Entre ellas están: el reverberante viento en el rostro, tan apetecido por los perros (cuyo cinismo ha resucitado), el cafetín antes indómito al que la premura y su ordalía no nos permitió entrar, la cerveza fría por la Dolorosa, la más envilecida, más prostética y más inquinada (la cerveza de Cristo), la ronda de mate o comer con la mano. Pero todas ellas sucumben ante la necesidad que percibimos de, principalmente, los corolarios del tacto: el apretón de manos, el abrazo y el invencible beso.

Clarice Lispector decía “dar a mão a alguém foi o que eu sempre esperei da alegría”. Pero la oficiosa ritualidad de vernos a los ojos y, subsecuente y mecánicamente, conciliar un acuerdo tácito de palmas, filial o romántico, hoy ha debido plegarse y alinearse con la pulsión de nuestros tiempos, ya de por sí tan ajenos, tan impropios, tan descarnados y crepitantes. Nunca más habremos de sellar un trato con la mano, no tendremos más los dedos entremezclados como nudos de amable esencia humana.

Y el abrazo, el de Picasso, el de Maipú, o el abrazo después del tiempo que se desborda, el abrazo que siempre ha sido inútil ante las despedidas, o el abrazo del retorno desde las campañas de las hogueras, o el abrazo que precede al beso, el de la sombra grave que reduce la distancia lentamente hasta pulverizarla en el encuentro de los cuerpos, el abrazo que no dimos, el abrazo que no nos dieron... Nos hacen falta todos los abrazos, en especial los que dejan una estela neurálgica en la espalda, como el azote de un látigo de plumas.

Todo habrá de suceder por primera vez, esa será nuestra condena. Padre, acerca a mí este Cáliz, porque ¿cómo beberemos de la copa de la ira rechazando nuestra carne? Y ¿para qué Cristo, sin un Judas que lo bese?

Extrañamos el beso. No recuerdo ciertamente cuándo el beso dejó de ser evolutivo y comenzó a ser solo hedónico, besamos porque somos, porque concentramos todo el amor que existe en esta vida, en el cóncavo paroxismo de concéntricas hondas que parten de su centro, desde el tacto del labio hacia Dios.

En el beso decimos todo lo callado y hoy lloramos recordar sus proscripciones y sus errores: Nápoles en 1562 lo penó de muerte, Enrique VI lo sacó de Inglaterra, los franceses en 1910 lo expulsaron de sus andenes, acusado de provocar retrasos o la lejanía de Pekín en el 91. El extraviado beso en el hombro persa, el hipócrita beso en la mano.

De todos los besos no dados, lloramos el imaginado beso que sucedería al último. El más difícil será siempre ese último beso.

Pero volveremos a besar, correremos hacia el invencible beso, desperdigados, atolondrados y posesos, desesperados. Como quien ama después de un perdón. Porque somos la paradoja de amar las cosas que nos quitan: como la libertad y la vida.

Despertaremos juntos entendiendo la posibilidad perecedera de todas nuestras lumbreras, habiendo pasado esta pesadilla ascética de indultos e inmanencias, pondremos por delante una nueva heráldica de cosas esenciales, encontraremos la belleza en los abatimientos cotidianos y veremos el despertar de la divinidad en las cosas que abruptamente nos arrebataron.

Será como prender de nuevo las estrellas con el cabito de una vela.

-V-

Seremos ese niño, en esa mecedora, que contempla con desconocida imbatibilidad cómo la naturaleza se enamora del vacío.

LUIS CARLOS OLIVARES

luigyom@hotmail.com