Un viaje en avión

DANIEL BOJORGE

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Respiro el oscuro vaho de los cuerpos a mi alrededor. Una mezcla entre expectativa del inicio del vuelo, luego las dictadas indicaciones en tres distintas lenguas que acarician mis limitados oídos solo me hacen pensar en que este viaje sucede fuera del tiempo.

Mi boleto indica que la duración sobre este cielo oscuro entre la Ciudad de México y un pseudo San José llamado políticamente como Alajuela es de exactamente tres horas y media. Sin embargo, la hora de llega dista por dos horas la salida. A pesar de la profundad psicológica que mis compañeros aparentan ignorar, esa hora perdida en la inmensidad espacial de este recorrido de zonas horarias me resulta poco atrayente.

Aquí no llega esa señal invisible a mi teléfono celular ni a mi laptop. Por primera vez en varios días me encuentro desconectado de la red neuronal de conocimiento que hemos tejido entre microchips y un par de números binarios que llamamos “internet”. Mi piel se estremece con la idea de que “el conocimiento” me es vedado. Si quisiera saber, por ejemplo, el significado de las distintas indicaciones del Rey David para sus músicos en el Templo tendría que optar por mi modesta memoria selectiva donde, es probable, se escapen la mayoría de los detalles.

Leo un ensayo de Irene Vallejo donde se habla que los libros son carne sacrificada para conservar palabras muertas.

Pienso que en este punto mi memoria es una especie de libro. Allí se encuentra una limitada cantidad de información a la que puedo acceder. Quizás algún recuerdo de mi abuelo o los fonemas del abecedario castellano. No sé. Pero enfrentarse por unas pocas horas a esta soledad de lo finito, de lo “escrito”, eso inamovible es particularmente acogedor. Me hace recordar las mañanas tiernas en mi casa de infancia. Allá a lo lejos, una colina verde coronada por una casa de madera. Recuerdo que, ante el paisaje, inventaba historias con mi hermano José sobre cuáles sería los hábitos y los vicios de los habitantes de esa postal que tenía por “vista”. El tiempo pasaba distinto.

Ahora trato de entretener mi mente con algunas palabras que busco recordar. Pedazos náufragos de significado que van llegando de la zozobra, que vienen reventándose sobre los peñascos y rocas hacia mi lengua que se mueve en un mutismo mientras escribo. Las palabras se van saboreando

una a una. Voy sintiendo lo viperino de este órgano con cada acento, cada inflexión, cada pedazo de emoción que se acumula.

En pocos minutos estaré aterrizando.

Recuerdo que la primera vez que viajé en avión pensé en lo temerario de la conquista de los cielos. Un ser que fue condenado a permanecer clavado en el suelo puede confrontar a la naturaleza y ver lo que le fue negado a su especie: La tierra desde el cielo.

Este pequeño instante que trato de inmortalizar en esta página de Word es, sin embargo, poco menos perdurable que la idea intangible que se fue gestando desde que empecé a escribir.

Y así como nació, este texto va muriendo entre dibujos que llamamos letras y que, por algún motivo, en lo efímero de su existencia, nos regala algo de la nostalgia de la casa de infancia, de la piel de becerro sacrificada en Babilonia o del beso suave en la mañana de mi novia medio dormida.  

Yo, este yo circunstancial y limitado a este pequeño segundo de tiempo, también muero con este último punto.

DANIEL BOJORGE

Docente y Escritor

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