Entre la mula y el buey
RICARDO MILLÁN
Todavía siento el frío en mis rodillas, arrastrándose sobre la cerámica de piedra, cortada y triturada, entre sus restos de caracoles, formas imposibles y cuadrados perfectos. Una tos, un par de susurros y una tenue luz funcionan para esquivar un par de obstáculos. A la llegada, anunciada por mis jadeos y el rastro húmedo y zigzagueante, un grito de algarabía:
-¿Cómo amaneció mi chiquito?
-Empapao, respuesta única, espontánea y automática en cada uno de esas travesías.
Dos voces insomnes se alternan a modo rítmico y casi melódico. La una, más arrastrada y grave, aburrida y cansina, parece implorar un Valdespino. La otra, más enérgica pero igual de rápida, hace narraciones más largas, y, por lo tanto, aún más confusas. Parece imposible llevarles el ritmo de toda aquella maraña de palabras, pero en ese momento, en aquel entonces, eso qué importancia va a tener.
Radio Periódico Reloj ya marca las cuatro de la mañana, y la lista de los dichosos que tendrán una mejor vida apenas inicia. Puedo incluso imaginarlos, uno a uno, en esa escalera eléctrica penetrando las nubes, esperando su turno con San Pedro, ya para ese entonces muy pero muy mayor, canoso, malhumorado y sentado, siempre sentado, por esa lumbalgia propia de sus labores burocráticas.
Han habido accidentes (¡oh premonición del amarillismo que me tocará sortear el resto de mi vida!), cambios en los precios del combustible, los aspavientos y aleteos usuales de quienes se sienten importantes en Cuesta de Moras, algún tema de transportistas en Panamá, y por supuesto, el infaltable estado del tiempo, obsesión que le duraría a mi abuelo hasta el último día de su vida, en una fría sala del Hospital México.
Ya despojado del peso de las mantillas ácidas y abarrotadas, quedo atrincherado entre la mula y el buey. La narración entonces se vuelve arrulladora, y, poco a poco, se va diluyendo entre mis párpados. El tiempo se detiene, el calor me envuelve, y hay una inmensa sensación de amor y protección que recorre mi ser.
Hoy, 38 años después, a mis 43, sobre la mesa de noche ya no hay un brillo rojizo del radio eléctrico, reforzado con baterías, en caso de que se fuera la luz porque uno nunca sabe qué puede pasar. En su lugar, un Samsung de la serie A. Cuando todavía las luces de la ciudad tintinean y las siluetas de los cerros de Escazú se divisan a lo largo, ya el reporte en audio de Delfino ha llegado. Disfruto de la narrativa, de la ironía y de ese idealismo que comparto con todo mi ser. Y es entonces cuando, por unos segundos, la campaña de vacunación, las torpezas de los dirigentes sindicales, los absurdos decretos presidenciales, y los robos multimillonarios, en medio de algunas buenas nuevas, se desvanecen, y me dejan de importar. Es cuando la reminiscencia me arropa y me recorre nuevamente de pies a cabeza. Puedo entonces arrancarle el último sueño a la madrugada.
RICARDO MILLÁN
Profesor asociado, Universidad de Costa Rica