Un hombre escritor, otro más
La historia de Cornelius Brown, de Carlos Alvarado Quesada
Winston Churchill –quien penosamente aparece al final de esta novela haciendo una referencia lewinskiana a su puro– supuestamente dijo que Clement Attlee era un hombre modesto que tenía mucho de qué ser modesto. También –dicen– aseguró que un carro vacío se detiene (abajo más sobre “vacíos”) y al abrir sus puertas se baja Clement Attlee.
Al ser Carlos Alvarado Quesada un supuesto anglófilo pudo haber prestado más atención a aquel héroe de muchos, así nos hubiese evitado la penosa situación de leerlo. En definitiva, a veces es mejor quedarse callado. No escribir.
Pero henos aquí. El reto, para quienes masoquísticamente han leído mis reseñas, es encontrar el peor libro de la literatura costarricense. Ese objetivo, disparado por el adefesio que es Viaje al reino de los deseos, de Rafael Ángel Herra, me llevó a buscar obras que puedan comparársele en su vergonzoso aporte a la literatura. Es, si se quiere, un viaje al reino de la congoja.
Y ¿qué mejor que seguir con Carlos Alvarado Quesada?
A finales de los noventa trabajé en La Nación. Una de sus periodistas deportivas me contó que la habían invitado a un programa radial. El tema supuestamente era libre, pero de seguro se hablaría del campeonato nacional de fútbol masculino. Ella estaba preparada, pero al recibirla el locutor olía a aserrín. Le comenzó a hacer preguntas del partido Alajuela-Saprissa, que había terminado hacía escasos minutos. Esa misma tarde: ella seguramente no habría podido verlo. Ni mucho menos formar una opinión razonada. En efecto la periodista no había ni sintonizado el partido en la radio, camino a la estación, pero no iba a dejarse atrapar en vivo. Respondió de modo muy general. Mencionó la excesiva actitud defensiva de ambos equipos, la inexactitud del árbitro y cómo el partido se le salió de las manos, la lamentable condición física de los mediocampistas, de cómo en el segundo tiempo el partido devino en mejenga en donde se pateaba la bola de extremo a extremo. Y así por el estilo. Al ir a comerciales, el locutor le dijo que su análisis era muy bueno y acertado.
Aparte de putearlo por preguntarle algo que no sabía si había visto, la periodista le reprochó: “Y además, para su información, no solo no vi el partido, sino que mi comentario lo basé en todos los que sí he visto en este país, que acertara y que usted me felicite solamente habla de la mediocridad de este campoenato”. Pues bien. No hacía falta leer este libro de quien debemos lamentablemente llamar presidente, Carlos Alvarado, para tener otro ejemplo de la mediocridad de la literatura costarricense. Escritura torpe, sosa, masturbatoria, predecible. Personajes planos, aburridos, sin dientes, sin peligro, sin agencia interesante. Trama vendida por la editorial como profunda, inteligente o creativa, cuando realmente es humilde, sencilla, simple, unidireccional.
Me dicen personas que saben mucho más de literatura que yo, que este es uno de los mejorcitos libros de CAQ. De ser así, creo que tomaré la ruta de aquella sabia periodista deportiva. No creo que sea necesario leerlo más para poder opinar con propiedad acerca del total de su obra.
Desafortunadamente, sí leí el libro. Y, desafortunadamente también, estamos ante otra historia que trata sobre un escritor. Se admite que esta no es una vergüenza de la literatura costarricense, sino de toda la literatura masculina. Ese engaño, acongojante, que los escritores hombres tienen. Ese engaño de creer que sus vidas en tanto escritores son interesantes. Y, peor aún, ese engaño de hacer algo al respecto: escribir sobre ello. Es ese tipo de libro. La novela no ha llegado ni a una tercera parte de desarrollo cuando el narrador (que nunca se nombra explícitamente) se topa con su supuesto rival: unos gringos le piden que les firme su libro, a lo que Cornelius Brown accede, y el narrador, lo juro por Dios, dice: “Solo pensaba: 'Tengo que llegar a casa a escribir'” (p. 33).
El pathos detrás de la obra aspira a emular a los dos personajes principales de The Information, el momento más débil y olvidable de Martin Amis. Esto, porque cae en las aburridos dicotomías rudo vs. débil, controversial vs. comercial, macho alfa vs. separado y humillado, talento vs. mediocridad, valiente vs. pusilánime, pobre vs. rico, exitoso vs. fracasado. Además, como ya sugerí, el relato gira en torno a dos escritores hombres.
Pero ciertamente no estamos ante nada que huela ni cerca a esa obra mediocre y lamentable del hijo Amis. No solo porque Alvarado no llega al nivel del inglés, sino porque los contrastes entre ambos personajes nunca son exactos (tampoco lo son en The Information) ni interesantes. Tampoco porque la resolución de la novela, que juega con el narrador sin nombre (Brown), el mismo Carlos Alvarado y, para sorpresa de nadie –aunque torpemente– con Jekyll y Hyde, tiene un desenlace diferente a la de Amis, de quien queda muy lejos por culpa de ese final autoreferencial, soso, trillado, pero sobre tan débil. Está lejos porque esta novela –cuyo único mérito es que apenas alcanza las 120 páginas– es un rejuntado aburrido, mal pensado y mal escrito. Así de sencillo.
Eso es evidente desde el inicio, donde encontramos esta joya y muchas de las que citaré a continuación: “Viví bajo el subsidio de mi padre y las atenciones de mi madre hasta los 25 años. Los marxistas me señalarían como un burgués, pese a que mi condición actual añade a ese sustantivo el calificativo de miserable. Sin saber manejar negocios y sin aptitud para el trabajo, he rebotado de aquí para allá sin dejar más huella que la partida misma” (p. 9). No, su propio texto no es un presagio a su carrera política. Aunque si se lee de este modo no resulta una novela tan mala.
La historia contiene oraciones o párrafos sueltos, sin contexto, que revelan mera aletoriedad: “El viento da alma a los objetos de noviembre” (p. 10). Luego, una torpe referencia a los pobres que no vale la pena ni reproducir (ver p. 13), o esta: “Aceras espontáneas de piedra y cemento” (p. 19). Es el sin sentido sin ser Lewis Carrol. Una emulación de las letras del grunge o de las psicodélicas de Pink Floyd –que tanto daño le ha hecho a Costa Rica–. Un intento de sonar interesante sin serlo. Un fenómeno, por cierto, harto común en los círculos políticos y de “análisis” político en nuestro país.
¿Tenemos que leer esto y no morirnos de risa? Veamos otros ejemplos: “por detrás me aproximaba mirando su cuello expresivo, pues un moño dotado de belleza le emergía de la nuca. Su piel daba hábitat a unos vellos imperceptibles” (p. 16). O este patético párrafo: “Y para quienes creen que mal hago en apropiarme con petulancia de la voz de mi generación, les digo: sé que no soy portador de la voz de mi generación, pero con certeza de no equivocarme digo que soy un hombre de este tiempo” (p. 17). Esta novela es un viaje en el tiempo a finales de los noventa cuando, como estudiante, me tocó escuchar muchas intervenciones así en el auditorio de ciencias sociales. Una congoja, pues. Todo esto sin contar con una generosa cantidad de erratas, cortesía de Uruk, como siempre. El primero (de varios): “Comillo” por “colmillo” (p. 13).
Un último ejemplo, un poco más extenso (aunque misericordiosamente son bosquejos incompletos), son los apuntes de siete capítulos de una novela corta dentro de la novela: “Los espacios vacíos”. En esta, el autor –que también es autor– intenta posicionar el texto como transgresor, rebelde, vulgar, osado, pubescente, incómodo, incomprendido. Pero la sección en donde este texto se inserta de manera forzada e incapaz es tan inofensiva, tan risible, tan superficial, tan promedio, que hace que Bajo la lluvia dios no existe parezca a la vez un extracto del Marqués de Sade, de El libro de los muertos, del Kama Sutra o de cualquier texto adolescente de Herman Hesse.
Todos estos ejemplos reflejan el estilo de escritura de Alvarado. Sin compromiso. Sin agallas. Tira la piedra y esconde la mano. Es una escritura cobarde. En un momento de franca adolescencia dice que quiere que se la chupen, pero luego se hace el sensitive pony tail guy de la película Singles. Dice que Cornelius Brown es un hijo de puta e inmediatamente escribe: “Rectifico, su madre dicen que fue una mujer honorable. Hijo de puta por parte del padre”. Notemos que al “aclarar” recuerre al “dicen”. Ni para aclarar tiene agallas. Intenta ser gracioso, controversial, atrevido, valiente, un enfant terrible”, pero fracasa. En realidad es un pigmeo literario. Un patético. Un mediocre. Un plato de babas irrelevante. Un aburrido, que es el peor pecado en literatura: hacerle perder el tiempo a quien le lee.
Una de las razones por las que esto es considerado un texto “innovador” es porque incluye escritos del narrador-escritor como parte de la novela y también críticas (estereotípicamente adolescentes, posiblemente sin intención) del narrador-escritor mismo. Por favor. El “cuento” de la prostituta incluido a la mitad de la narración, es el peor y uno de los más extensos ejemplos de su fallida estrategia narrativa.
Por esto la autoestima alta es algo terrible. Por esto es mejor callar. No escribir.
¿Mejora hacia el final? No. Sobre la nueva novia, que lo ha hecho un “mejor hombre” (con más confianza y tal; los clichés son tantos que da pereza), “coge como contorsionista del Circo del Sol” (p. 97). Sí, esas palabras existen y forman esa ridícula y risible oración de esta novela publicada y premiada. Pero siempre hay cosas buenas. Existen frases que, si bien son mejores (y además ciertas) están incompletas: “Como poeta apesto” (p. 101). ¿Es peor que aquella bazofia ilegible de Herra? Creo que sí. Pero es una falsa elección. Es escoger entre mierda pastosa y diarrea.
Finalmente, hay una oración sobre sexo al final del libro que solamente alguien graduado de ciencias sociales (citando los cuatro autores que leyó en la facultad) pudo haber escrito tan mediocremente. En buen tico, qué congoja da la lectura de esta novela. Y más congoja que haya recibido homenajes. Y, pues, que el escritor haya llegado a ser presidente solamente confirma nuestra mediocridad como nación.
Alvarado como escritor se muestra débil, patético, que, en sí, no estaría mal. Qué sería de las carreras de J.D. Salinger o de Herman Hesse sin tipos patéticos. Pero La historia de Cornelius Brown también es débil y patética. Y está escrita débil y patéticamente.
Dicen las mujeres feministas que quién no deseara tener la confianza de un hombre “blanco”. Coincido. La historia de Cornelius Brown es un ejemplo más de que la autoestima es terrible, sobre todo en posesión de un hombre. ¿Por qué no tendrán la decencia de no quedarse callados?
En Goodreads, la editorial de CAQ dice que la novela “es juguetona, impredecible y audaz”. Que tiene “un humor inteligente y refinado”. No es nada de esto. A leguas se nota que no. Y si ironizar sobre sí misma (no llega a hacerlo; hace referencia a sí misma, como máximo) es su mérito, qué mal estamos para entregar y reconocer méritos en la literatura tica.
FRANK PRIVETTE
@fprivette