Bradbury, Pejibaye

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Desde el playón, Diego hacía tiros con una larga y nerviosa caña fluvial. La cucharilla trazaba parábolas erráticas y luego se hundía en una de las pozas. El sedal elucubraba semicolochos y serpentinas hebras en el espacio. Los zancudos acreditaban nuestras nociones sobre el subdesarrollo. Y las piedras, como ruinas de dinosaurios minerales, se pringaban de necedad hidráulica.  

El río Pejibaye tiene su propio humor, su propio carácter. En realidad sucede lo mismo con todos los ríos: como los peces, cambian de color según su estado de ánimo. Un río achocolatado es un río estresado, furioso. Un río de tonalidad cerceta, por el contrario, es un río chirote, buena nota.   

Yo estaba sentado en una piedra, en la orilla, echándome un blanco y leyendo Crónicas marcianas. Y el río, aunque excesivo, era afable. De vez en cuando le preguntaba a Diego si había tenido algún pique. De vez en cuando, interrumpía la lectura y me distraía con esas acumulaciones de sol que provocan que la hoja más baladí se convierta en milagro.

Era, más o menos, febrero del año 2000.  

Cerca del mediodía subimos a un bar para comer y beber algo. Desde la barra, alcanzamos a mirar un grupo de gente que pasaba el rato en la otra orilla. Papás, mamás, abuelas, niños y una muchacha que se escurría entre las piedras con agilidad inverosímil y remontaba la corriente con la misma naturalidad de los tepemechines. Diego me dijo: "¡Mirá! ¡Parece una nutria!". 

Y luego llegaron más personas. 

Cocho, un boyero que presumía de nunca haber ido a San José. 

Macho Retes, un mae torterísimo, aficionado a libar un ignominioso compuesto de guaro contrabando que él llamaba “zata corli”. 

Y una cosa llevó a la otra y, de pronto, Diego y yo estábamos río arriba, en un playón, comiendo arroz con chilera en hojas de plátano. Y esos hombres que, a diferencia del río, tienen un carácter constante y grave, de montaña, nos hablaban de jaguares que se encaramaban a un palo con un ternero en el hocico. 

Nos hablaban de cabros indómitos y dantas en cuyo moco quedaban los vestigios del perro amado. 

Nos hablaban de pateaderos de saíno. 

Nos hablaban de la lealtad de bueyes y caballos. 

Nos hablaban, pues, con el lenguaje añoso de nuestros mayores. 

En Diego y en mí, personas nacidas en los 80, la nostalgia del siglo se estrellaba de manera aciaga y, sobre todo, culposa. Nos sentíamos culpables de que el mundo ya no fuera el mundo de esos hombres-montaña. Nos sentíamos culpables del mundo reducido a mall, Teletica y call center. Y bueno, me atrevería a decir que sigue siendo así. 

La de nuestros abuelos y nuestros padres, más bien, era (y es) una nostalgia de naturaleza proustiana. Una nostalgia narcisista: el reflejo en el estanque proyectado de forma asincrónica. La sospecho semejante a esa añoranza de la que se aprovecharon los marcianos en la Tercera Expedición de Crónicas marcianas: una afectada alucinación donde aparece una partitura de piano con las notas de Beautiful Ohio y donde hay casas idénticas a las del Green Bluff de 1919. La tripulación, ya se sabe, se abandonó ante la posibilidad de verse nuevamente en sus muertos y terminó en una emboscada. 

Los Pistols lanzaron su célebre admonición, No Future y, paradójicamente, la mayoría de sus contemporáneos tenían asegurada, al menos, la jubilación y la liquidación por despido. Es decir, lanzaron su eslogan rabioso para que estallara en las gentes del futuro. O lo que es igual, para que estallara en quienes leemos y recordamos hoy a Bradbury desde la certeza hostil de una vida donde la plata que pagamos para el sistema de pensiones, básicamente, es servidumbre feudal sin garantía de protección.

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha