Salvar el mundo
En un cuento de Leo Maslíah se relata cómo los pobladores de Santa Bernardina del Monte resuelven cambiar la hora a fin de ahorrar electricidad. A las cero horas del día veinticinco, según se instruyó, los relojes debían atrasarse una hora, de forma tal que pasaran a marcar las veintitrés horas del día veinticuatro.
Cabe decir que el mandato fue cumplido de forma rigurosa. El asunto es que los vecinos de Santa Bernardina del Monte eran escrupulosos en exceso. Eran, digámoslo así, reglamentaristas obcecados. Y justo por eso, cuando los relojes dieron nuevamente las cero horas del día veinticinco, los vecinos de Santa Bernardina del Monte los retrasaron una vez más. Así lo hicieron una y otra vez hasta que las autoridades militares interpretaron aquel gesto inofensivo como una forma audaz, si se quiere, velada de insurrección. Se habló, incluso, de una huelga general. Cerca de diez mil soldados, entonces, entraron con helicópteros y tanques a Santa Bernardina y aniquilaron a los dudosos insurrectos.
Los relojes, cuenta Maslíah, se dividieron en dos grupos: los que quedaron eternizados por la metralla en algún punto entre las veintitrés y las cero horas y los que permanecieron incólumes marcando los segundos y regresando a las veintitrés periódicamente.
En enero de 1991, a inicios del gobierno de Calderón Fournier, acá también cambiaron la hora. Imagino que, como en el cuento de Maslíah, sucedió a las cero horas. O a las doce medianoche, como decimos acá.
Yo solo recuerdo que un día desperté y todo estaba inusualmente oscuro.
Yo solo recuerdo que en la tele decían que todo era por culpa de la Operación Tormenta del Desierto.
Tengo entendido que hoy existen suficientes evidencias que muestran que los cambios de hora, al menos en esta parte del mundo, no implican ahorros energéticos significativos. Sin embargo, no me cabe duda de que en un sentido cosmogónico tiene un impacto nada desdeñable: esos cambios de hora nos echan en cara el carácter convencional, antojadizo de la experiencia subjetiva del tiempo en las sociedades capitalistas. O sea, a diferencia de los ciclos temporales organizados por elementos como la conspiración de pájaros en el crepúsculo, decir medianoche nos resulta, así, una suerte de artificio.
No deja de ser llamativo que en el año 1991 ocurriera otro evento que también modificó nuestra experiencia de la temporalidad: una tarde de junio el sol se eclipsó y los animales se apocaron como si fuera el fin del día.
Recuerdo noticias sobre vacas, chanchos y gallinas que se echaban a dormir como remanentes agónicos de un país que rápidamente dejaba de ser rural.
Recuerdo a Geisha y a Gaviota, nuestras perras, conjurando aquel simulacro de atardecer entre bostezos y demandas de comida.
Recuerdo fatales admoniciones sobre cegueras y cambios astrológicos.
Nuestras consideraciones en torno al universo, en términos efectivos, no han cambiado demasiado en los últimos cinco siglos. No han cambiado demasiado desde la revolución copernicana, para ser más precisos. Desde ese momento, según Richard Tarnas, se instauró una percepción absolutamente desencantada del cosmos. Una percepción que, por cierto, justificó buena parte de la destrucción del planeta.
Pienso en la sonda espacial Voyager que vaga anodinamente por la inmensidad sin revelarnos nada más que vacío.
Pienso en el rover Perseverance que aguza sus oídos electrónicos y no escucha nada más allá de sus propios pasos.
Tarnas insiste en que, quizás, para preservar el futuro, o mejor dicho, la idea de futuro, deberíamos simplemente escuchar más sutil y receptivamente lo que nos dice el cosmos
Y para ello, tal vez, basta un cambio de hora, una lectura del horóscopo que acierta, un eclipse, un terraplanista que divisa el horizonte, un cometa que se acerca o sencillamente caminar como Caetano Veloso en Londres buscando platillos voladores.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha