Ciudades, humanos y pájaros

Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos de Musil, estima que si fuéramos capaces de registrar y medir todos los movimientos del ojo, los esfuerzos de los músculos y los tormentos del alma de quien camina por la calle de una ciudad, seguramente, obtendríamos una cantidad en comparación con la cual la fuerza de Atlas sosteniendo el mundo resulta una minucia. Así, continúa, se juzga como inmenso el trabajo de un ser humano que, en definitiva, no ha hecho nada. 

Se refiere, claro está, a la sociedad austrohúngara anterior a la guerra. Se refiere a una ciudad caleidoscópica, sometida por tranvías y apurados peatones, sin convenios de la OIT ni cartas de derechos humanos, que ebulle al otro lado de una ventana. Es lícito asegurar, sin embargo, que las sociedades y las ciudades de hoy son significativamente más absurdas que las que Ulrich padecía. Basta un hecho para demostrarlo: hoy muchas personas que no hacen absolutamente nada reciben una retribución equiparable a la de un Atlas que sostiene el mundo y tal circunstancia, pese a todo, no le resulta descabellada ni escandalosa a casi nadie. Es más, el trabajo actualmente es cualquier cosa excepto una virtud: por eso a las divinidades seculares como Bezos o Musk se les representa siempre en cócteles, playas, tedtalks, platós o asientos de costosos vehículos y nunca en el mundo del trabajo.     

Durante muchos años las ciudades se han promovido como el ámbito donde la necesidad se vuelve posibilidad. María, la viuda de Los leños vivientes, se apea del bus y se sienta en un poyo del Parque Morazán a esperar un milagro o una aparición. Y ese milagro o aparición le llega en forma de una enana reconcha y fascinerosa que la conduce por los barrios del sur y le ofrece deshacerse de su hijo. Actualmente la mayoría de la humanidad vive en ciudades o, como nosotros, en simulacros de ciudades. Dicho de otro modo: actualmente la mayoría de la humanidad habita comunidades ficcionales donde se pasa permanentemente de la excitación al abismo. 

Simmel describió desde inicios de siglo la vida del hombre de ciudad y lo definió como un homme blasé. Un insensible, un desencantado, un condensado de nerviosismo y excesiva estimulación sensorial para el que la diferencia y la hondura espiritual devienen irrelevantes. Cabe señalar que Simmel hablaba desde una época más o menos próxima a la de Musil. O sea, cuando las ciudades se incendiaban en la mecha de un cóctel Molotov, una bronca de obreros y una barricada. 

Hoy, de seguro, lanzaría un dardo aún más mordaz. 

Se suele hablar de ciudades cosmopolitas cuando estas se afirman simbólicamente en función de la diversidad de sus sonidos, colores, sabores, lenguajes, etnias. Pero lo cierto es que difícilmente una ciudad como Bruselas o Berlín o, incluso, Nueva York se articula desde la diversidad en el sentido más riguroso. Sucede que los individuos reaccionan ante la diversidad insinuada desde el distanciamiento, desde la indiferencia.

Así se defienden. 

Así se sostienen. 

Así evitan abismarse. 

Por eso ni los peruanos que tocan The sound of the silence en zampoña en una plaza cualquiera, ni los subsaharianos que murmuran sus antífonas remotas mientras venden cargadores para celular, ni los indios que toman el metro de una ciudad ajena, ni los chinos que humillan el futuro, ni los mexicanos, ni los turcos, ni los albanos que transan oscuras divisas son capaces de integrar el paisaje de las ciudades. 

Son anomalías, a veces, funcionales. 

Nada más. 

Y por eso ninguno puede conjurar el misterio de la distancia en su forma más contundente. O lo que es igual: ninguno puede hacerlo mejor de lo que lo hace el halcón peregrino o el austero vireo oliváceo que zurce el espacio esparciendo semillas y derramando vida. 

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha