Religión y política: distingamos la ofensa de la crítica
Las ofensas deterioran el diálogo
Algunas personas me dicen que se sienten ofendidas con la forma en que yo critico la participación de las iglesias o las religiones en ciertos asuntos políticos o sociales. Les entiendo. A veces yo también me siento ofendido por las “nada amables” manifestaciones que recibo de algunas personas que dicen ser muy creyentes. En fin, nos ofendemos, y eso no es bueno para promover el diálogo y la discusión pública. ¿Cómo hacemos para evitarlo? Para empezar, creo que es importante reconocer – y yo quiero hacerlo en términos personales – que, efectivamente, hay momentos en que algún comentario nuestro ha sido ofensivo. Esto nos puede ocurrir a todos, y no está bien. Por tanto, un primer paso para poder conversar debe ser no ofender al otro. Me disculpo y hago propósito de enmienda, porque sé que en algunas ocasiones he caído en eso.
Pero no hay que confundir la crítica con la ofensa
Sin embargo, son también frecuentes las ocasiones en que personas creyentes o autoridades religiosas se dan por ofendidas con manifestaciones críticas que, en realidad, no debieran calificar como ofensivas. Creo que es importante entender la diferencia: una crítica no necesariamente es una ofensa.
Por ejemplo, he visto personas que se ofenden porque alguien critica la actitud históricamente complaciente – incluso cómplice – de la Iglesia Católica con la pedofilia. O personas que se ofenden cuando se critica el lugar subordinado de las mujeres en esa misma Iglesia o en otras religiones, como el islam o el judaísmo. O cuando alguien critica el celibato, que a muchos nos resulta tan absurdo. O la forma en que muchas religiones han tratado la diversidad sexual. También están quienes se ofenden ante las críticas a la forma en que mercantilizan la fe ciertas iglesias cristianas, y cómo se utiliza el argumento de la teología de la prosperidad para enriquecer a los líderes de algunas agrupaciones. O por las críticas a oscuros episodios históricos, como la relación del Papa Pío XII con el nazismo o, yendo mucho más atrás, el papel de la Iglesia Católica en los brutales procesos de colonización o en las Cruzadas. Y podríamos hablar también de las cosas terribles que ocurrieron alrededor de la Reforma, la Contrarreforma y la Inquisición. Independientemente de lo que se opine sobre cada uno de estos temas, lo cierto es que esas críticas no califican como ofensas, son opiniones críticas que pueden o no ser compartidas y sobre las que se puede debatir, pero no se pueden descalificar por el hecho de ser catalogadas como “ofensivas”.
Esta supuesta inmunidad ha llegado al extremo de no tolerar ni el uso del humor, pues se considera que no se puede bromear con temas relativos a la religión o a las iglesias. Pero ¿por qué no? George Carlin fue un maestro en esto, lo hacía bien, y creo que hacía bien al burlarse de ciertas normas o prácticas religiosas que, no solo resultaban efectivamente risibles, sino muy dañinas para las personas y para la sociedad (pueden buscarlo en YouTube). El humor es una de las formas más efectivas de la crítica, y no debe confundirse con la ofensa agresiva (aunque claro, también puede haber humor ofensivo). Nadie debe quedar fuera del alcance del humor – aunque todos debemos estar protegidos del humor agresivo o violento, eso es otra cosa. Un ejemplo extremo en la represión al uso del humor aplicado a temas religiosos lo vimos en la posición del islam respecto a las caricaturas de Mahoma y los trágicos eventos que llevaron a la masacre en Charlie Hebdo... y sí, algunos de los chistes de esa publicación se pasaban de ofensivos, pero ¿matar por eso?
Creo que el punto aquí es el de entender que criticar no necesariamente es ofender. Y no puede ser que las religiones y las iglesias se consideren a sí mismas inmunes a la crítica. No deben serlo, en particular cuando sus acciones y opiniones afectan al conjunto de la sociedad.
La delicada distinción entre creencias religiosas y políticas públicas
En los últimos meses – a raíz de la firma de la norma técnica del aborto terapéutico o, un poco antes, ante la aprobación del matrimonio civil igualitario – hemos visto que distintas iglesias o denominaciones se quejan de un trato injusto por parte del sistema político. Argumentan que, con este tipo de leyes o normas, se les quiere “imponer” políticas que van en contra de su fe, en contra de su religión, en contra de su moral, lo que consideran inaceptable. Algo similar ocurre cuando se toca el tema de la muerte digna. Pero ¿será realmente así? Veamos los tres casos.
El matrimonio igualitario
Con la aprobación del matrimonio civil igualitario se legalizará el derecho de todas las personas a casarse con quien deseen, independientemente de su sexo. ¿Qué consecuencias tiene esta legislación para personas heterosexuales o cuya fe las haga rechazar la opción de un matrimonio entre personas del mismo sexo? La respuesta es muy simple: ninguna. ¿Constituye la aprobación política y legal del matrimonio igualitario una imposición sobre las creencias religiosas de algunos sectores? No, para nada. Que sea posible que dos personas del mismo sexo se casen si así lo desan, no significa que nadie esté obligado a casarse con una persona de su mismo sexo. Así que los heterosexuales podemos estar tranquilos.
Destacaría, además, que contrario a lo que se ha argumentado, el matrimonio igualitario no atenta en ningún sentido contra eso que algunos llaman la “familia tradicional”. De hecho (y esto me lo argumentaba mi mamá) el matrimonio igualitario podría hasta fortalecer la familia heterosexual tradicional, porque ya nadie tendrá que “esconder” su homosexualidad en un forzado matrimonio tradicional que correría el riesgo de ser una experienca trágica para todos los involucrados. Así que tranquilos, el matrimonio igualitario podrá convivir sin problemas y hasta con efectos positivos para el tradicional.
De hecho, este es un tema en el que algunas de nuestras autoridades religiosas están siendo – aceptemos el giro humorístico – más papistas que el Papa. Justo esta semana se hizo público un estudio antropológico de la Pontificia Comisión Bíblica del Vaticano, titulado “¿Qué es el hombre? Un itinerario de antropología bíblica”, que propone aceptar en ciertos casos la homosexualidad y las uniones homosexuales “como expresión legítima y digna del ser humano”. Además, el estudio señala que “la relación erótica homosexual no debe ser condenada” y que hay “ejemplos de unión legalmente reconocida entre personas del mismo sexo”.
En todo caso, mi punto es que las opiniones a favor del matrimonio igualitario y contrarias a las posiciones que prevalecen en las autoridades religiosas del país sobre este tema, o respecto al trato que se da a las personas LGBTIQ+, no deben ser vistas como ofensivas sino tan solo como lo que son: una crítica.
El aborto terapéutico
Con la firma de la norma técnica del aborto terapéutico se regula la aplicación del artículo 121 del Código Penal que, desde 1971, estableció con claridad el carácter impune de un aborto que resultara de la necesidad de proteger la vida o la salud de una mujer embarazada, cuando no existe otra alternativa. ¿Podríamos decir que esto constituye una imposición contra las creencias y valores de quienes consideran inaceptable cualquier tipo de aborto? La respuesta es la misma: no. Nadie está obligado a recurrir a un aborto terapéutico. Si una mujer no considera esa opción como legítima o ética, no tiene por qué utilizarla, nadie se lo exigirá. Puede actuar de acuerdo con sus creencias y valores.
Como en el caso anterior, también en lo que respecta al aborto terapéutico podemos decir que la posición de nuestras autoridades religiosas católicas y cristianas ha resultado más papista de la cuenta, como se aprecia en la “Aclaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el Aborto Procurado”, del 11 de julio de 2009, que dice lo siguiente:
“Por lo que se refiere al problema de determinados tratamientos médicos para preservar la salud de la madre, es necesario distinguir bien entre dos hechos diferentes: por una parte, una intervención que directamente provoca la muerte del feto, llamada en ocasiones de manera inapropiada aborto “terapéutico”, que nunca puede ser lícito, pues constituye el asesinato directo de un ser humano inocente; por otra parte, una intervención no abortiva en sí misma que puede tener, como consecuencia colateral, la muerte del hijo”.
Si bien el texto no avala el término de “aborto terapéutico”, sí que legitima la idea de que, para preservar la vida o la salud de la madre, se pueda recurrir a procedimientos que podrían resultar en la muerte del hijo potencial, algo que nuestras autoridades rechazan de plano a pesar de que la ley y la norma son claras: el aborto terapéutico solo puede aplicarse cuando no exista otra alternativa.
De nuevo, decir estas cosas en ningún sentido puede verse como ofensivo, sino como una crítica que debe rebatirse con argumentos, y no con la mera descalificación.
La muerte digna
No me extiendo en este punto, pero algo parecido ocurriría si discutiéramos sobre una legislación que permita y regule la eutanasia y establezca el derecho de las personas a optar por una muerte digna y en sus términos. ¿Podríamos ver esto como una imposición contra la fe y los valores de algunos creyentes, de algunas iglesias? No, tampoco. Una ley de muerte digna nos permitiría a quienes así lo creamos conveniente, morir en nuestros propios términos, de la forma que nos parezca más digna y amable para nosotros y para nuestras familias. Pero no obliga a nadie a hacer lo mismo. Ninguna persona estaría obligada a someterse a la eutanasia y puede más bien someterse al proceso de muerte natural – lo que Dios mande, dirían algunos – por largo y doloroso que esto resulte para la persona y para sus seres queridos. No hay ninguna imposición, ningún irrespeto a los valores y creencias de nadie. Y decir esto no tiene nada de ofensivo, aunque sí constituya una crítica a las posiciones de ciertas iglesias.
Los derechos no son imposiciones, pero limitar los derechos sí que lo es
En resumen, el argumento es muy simple: ninguno de estos tres derechos constituye una imposición sobre ningún valor o creencia religiosa; y apoyarlos no constituye ofensa alguna. Son derechos, no obligaciones. Nadie está obligado a casarse con alguien de su mismo sexo. Nadie está obligado a recurrir a un aborto terapéutico. Nadie está obligado a aplicarse la eutanasia. A nadie se le están imponiendo las creencias o los valores de otros. En los tres casos se trata de normas habilitantes que otorgan un derecho, pero que no imponen nada a nadie.
Paradójicamente, lo que sí calificaría como imposición ofensiva sobre otras personas es lo que han estado pidiendo muchas autoridades religiosas del país: que se reviertan o frenen este tipo de leyes.
Si efectivamente prevaleciera la posición religiosa conservadora, es decir, si se revierten o no se aprueban leyes, normas y reglamentos que permitan el matrimonio entre personas del mismo sexo, el aborto terapéutico o la eutanasia, entonces sí sería cierto que determinados grupos religiosos le habrían impuesto sus creencias al resto de la sociedad. En tal caso, se estarían limitando severamente los derechos y libertades de los demás para actuar libremente de acuerdo con sus propios valores. Ninguna persona podría casarse con alguien de su mismo sexo, aunque eso sea lo que su voluntad y su moral desean. Ninguna mujer podría recurrir al aborto terapéutico para salvar su vida o su salud. Y nadie, aunque esa fuera su voluntad expresa, podría poner fin a su vida cuando considere que, lo que le queda por vivir, no corresponde con lo que considera digno, disfrutable o vivible.
La doble moral
El asunto podría ser más grave cuando tomamos en cuenta que lo que se predica no es siempre lo que se practica, lo que nos coloca frente a un problema de doble moral – y no digo esto en un sentido ofensivo, sino descriptivo.
Veamos el ejemplo del aborto, y no simplemente del aborto terapéutico, sino del aborto. En buena teoría, ninguna familia creyente debiera recurrir al aborto, no solo porque va contra su fe sino, además, porque es ilegal, pero ¿de verdad será así? En nuestra sociedad, con el aborto prohibido y penado por ley, ocurre algo distinto: las muchachas de familias pudientes sí que pueden abortar, ya sea en una clínica u hospital privado o saliendo del país hacia otro en el que el aborto sí sea legal (como si, irónicamente, sus valores y creencias religiosas quedaran en suspenso cuando cruzan la frontera: lo que ocurre afuera – el pecado – se queda afuera). Las mujeres de menos recursos, por el contrario, enfrentan un dilema terrible: o no pueden abortar del todo o, peor, lo intentan por vías altamente riesgosas que, en muchos casos, les provocan serias complicaciones de salud y hasta la muerte. No prevalece la diferencia religiosa, sino la diferencia de clase.
Con el acceso a una muerte digna ocurre exactamente lo mismo: hoy por hoy, quienes tienen un médico de confianza, usualmente privado, tendrán a mano los recursos necesarios para facilitar un tránsito indoloro y breve hacia la muerte, para alivio propio y de sus familias. Otra vez, serán los pobres los que se vean sometidos a largas agonías y a extender vidas que ya no son vida, porque no tienen los recursos para pagar discretamente por una muerte digna. Esa idea de que el sufrimiento de una larga agonía es algo hermoso y sublime que debemos ofrecer a Dios – como predicaba en forma macabra la madre Teresa, claro, para los pobres de sus misiones – es algo que solo aplica para unos, no para otros.
Finalmente, en el tema del matrimonio ocurre algo parecido. Claro que aquí no hablo del matrimonio igualitario, porque eso no existe dentro de las principales religiones, sino del matrimonio católico que, según la propia Iglesia, es indisoluble. Pero, de nuevo, es más indisoluble para unos que para otros y si lo dudan, pregúntenle a Carolina de Mónaco, cuyo sonado matrimonio con Philippe Junot fue anulado por la Iglesia; o a Isabel Preysler, que no solo consiguió la anulación de su matrimonio con Julio Iglesias para casarse por la Iglesia con Carlos Falcó, marqués de Griñon, matrimonio que también fue anulado por la Iglesia para que se pudiera casar por tercera vez con Miguel Boyer. Y, por supuesto, no olvidemos que el Tribunal de la Rota de España, dependiente de la Iglesia Católica, concedió la anulación matrimonial al noble Alfonso de Borbón y María del Carmen Martínez-Bordiú, nieta del mismísimo y muy religioso dictador Francisco Franco. También en esto aplica aquello de que todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros.
La religión de cada uno, la ley de todos
Por todo eso es que resulta tan importante evitar que la religión de unos se convierta en la ley de todos. Es fundamental respetar y proteger la libertad religiosa, pero también hay que entender que hay muchas formas de creer o de no creer y que las creencias de algunos no pueden imponerse como normas jurídicas sobre los demás.
Por eso mismo, no solo debemos tener el derecho sino la obligación de criticar a quienes pretenden convertir sus creencias – y sus prejuicios – en normas y leyes que obligan a todos. Estas críticas, como dije al inicio, no tienen por qué verse como ofensas, pues son legítimas discrepancias sobre cómo queremos vivir en sociedad. No se trata de coartar la libertad religiosa, sino de proteger el carácter pluralista de la vida política, que es la vida de todos en una sociedad, creyentes – que, por cierto, son diversos – y no creyentes.
La religión es de cada uno, la ley debe ser de todos.
LEONARDO GARNIER
@leogarnier