Mentir en nombre de Dios
Para muchos no creyentes todas las religiones son, de una u otra forma, organizaciones basadas en la mentira y dependen de ella. Según esa postura, ninguna religión está basada en algo que pueda ser calificado como hecho empírico o histórico, demostrado a través de algún tipo de evidencia. Desde ese punto de vista, en las narrativas religiosas y en los discursos de los líderes religiosos no sería posible distinguir una mentira de algo que no lo sea. Una abundante producción académica demuestra que esa posición es criticable, es reduccionista y poco sofisticada. Además, no me es útil para el argumento que quiero ofrecer en esta columna. Pero sí quiero dejar señalado acá que ese debate existe.
Lo que más me interesa discutir ahora es la diferencia entre el legítimo derecho a la libertad religiosa de cada individuo y el uso ilegítimo de la libertad de expresión de un creyente o de un líder religioso. Dicho en términos muy simples: una cosa es que una persona diga públicamente cuáles son sus creencias y otra muy distinta es que mienta de manera deliberada o induzca a error a los demás, usando el poder simbólico que le otorga su religión o su posición dentro de una comunidad religiosa.
Ser sacerdote o ser pastor evangélico, o rabino o imán, no otorga licencia alguna para mentir impunemente, frente al público cautivo, que son los creyentes reunidos en la misa, el culto o la ceremonia religiosa que sea.
Sin embargo, en países como Costa Rica, cada día más alejados de los acuerdos éticos mínimos para una convivencia respetuosa en una república democrática, se tolera sin mayor aspaviento, que los sacerdotes y los pastores evangélicos mientan públicamente, frente a sus feligresías. Y no solo eso, sino que los directores de la mayoría de los medios de comunicación han asumido que es su deber ofrecerles el micrófono para que mientan frente a un público aún más amplio.
Entre más efectista, exagerada y polémica sea la mentira dicha por un líder religioso, más atención mediática recibirá. Y lo mismo aplica con los partidos político-religiosos, como Restauración Nacional (y su engendro, Nueva República). A los medios parece fascinarles el circo que producen los supuestos mensajeros de Dios en la Tierra.
Recuerdo cuando, hace diez años, varios sacerdotes decían en misa que la ciudadanía debía oponerse a la reforma constitucional para un Estado laico, porque de aprobarse, se desataría una persecución contra los creyentes que terminaría por devolverlos a las catacumbas, como los cristianos primitivos. Y esta es sólo una de muchas anécdotas que ilustran la forma en que, detrás de los sermones y las prédicas, se han acomodado con mucha facilidad múltiples teorías de la conspiración, noticias falsas y hechos tergiversados. No sorprende entonces que el diario La Extra y ciertos grupos neointegristas religiosos se hayan acercado tanto en los últimos años. Pero la Extra no es el único medio que se han sumergido felizmente en este barrial de manipulación. Hace varios años, La Nación tituló su portada “Diputados quieren sacar a Dios de la Constitución”, para hacer referencia a la presentación del proyecto de reforma constitucional para un Estado Laico. Con ese titular, en alianza con varios obispos, se inició una campaña de mentiras contra la idea de la laicidad, que terminó por amedrentar a varios diputados proponentes. Algunos de ellos retiraron sus firmas del texto y lo dejaron inviable, pues las reformas constitucionales requieren al menos 10 firmas de diputados.
Ahora bien, con frecuencia escuchamos a especialistas en comunicación colectiva afirmar que el problema no es sólo cómo y quién fija la agenda mediática sino qué decisiones toma cada persona (denominada ahora como “consumidor” de noticias). Si el público consume chismes y notas morbosas, pues eso le ofrecerán los medios. Entiendo este argumento, pero es incompleto porque asume que las empresas de comunicación no tienen ninguna responsabilidad en lo que publican.
Y así como las empresas dueñas de medios noticiosos tienen una responsabilidad intransferible a sus públicos, las instituciones religiosas también. Por supuesto, existe una muy importante diferencia. Las instituciones religiosas, en su mayoría, son fuertemente jerárquicas y ejercen un intenso disciplinamiento sobre sus integrantes. Han creado mecanismos impresionantes para convencer a sus feligresías de la incuestionable autoridad de sus líderes. A través de la historia estas organizaciones desarrollaron diversas estrategias para silenciar a quienes, desde adentro, expresan su disenso hacia el discurso oficial y con las actuaciones de las autoridades. La censura, la persecución y hasta la violencia más brutal y descarnada han facilitado la sedimentación del poder de la figura conocida como “director de conciencias”. El director de conciencias es una autoridad religiosa que asume un rol de poder sobre la capacidad de sus feligreses para actuar como agentes morales, lo cual termina por asfixiar la autonomía y la libertad de conciencia de los individuos.
De esta forma construyen el rebaño. El rebaño no piensa, no opina, no cuestiona a la autoridad. Así es como se perpetúa la impunidad cuando alguna de esas autoridades eclesiásticas comete actos repudiables, como violar niños o promover la mortalidad materna.
Si algún creyente está en el culto o en la misa y no se siente de acuerdo con lo que el pastor o el cura están diciendo, o más aún, si sabe con certeza que el sacerdote o el pastor están mintiendo, o están tergiversando los hechos, es muy probable que no diga nada. No levantará la mano en medio del sermón para confrontar a su líder religioso ni pedirá que se abra un debate.
La imposición del pensamiento único dentro de las instituciones religiosas tiene consecuencias nefastas, no solo para la propia comunidad religiosa, sino para el país y para la democracia. Pero las personas creyentes deben recordar que, a pesar de haber adoptado un credo y de que ese sistema de creencias religiosas sea fundamental para sus vidas, eso no los libera de sus deberes y responsabilidades como ciudadanos y como agentes morales.
Las comunidad de creyentes no debe seguir premiando con su silencio y su obediencia a líderes religiosos que mienten, manipulan a personas vulnerables y promueven el debilitamiento del Estado de Derecho. Vivimos en una república democrática, no en una teocracia. Y eso nos permite coexistir en la diferencia, amparados a una base de derechos fundamentales. Pero si la intervención religiosa antidemocrática y hostil al derechos internacional de los derechos humanos continúa por el camino que va, la posibilidad de que la teocracia se imponga así sea de manera velada y sutil, dejará de ser una idea totalmente descabellada y pasará a ser un escenario probable, muy pronto. Estados Unidos y Brasil lo demuestran.
GABRIELA ARGUEDAS
@maga72