¡Proletarios del mundo, aburríos!

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Aburrirse debe ser un derecho. Tanto para los niños, los jóvenes y los no tan jóvenes, como para los viejos y los requeteviejos. Ya se ha dicho antes que el aburrimiento es una forma insospechada de meditación. Y yo creo que es, por decir lo menos, una forma superior de resistencia. 

Pasar horas de horas en el patio viendo cómo las hormigas recogen los cadáveres. Pasar horas de horas fumando Derby Suave y hablando con nuestra  mejor amiga de cole mientras las personas que nos gustan nos ignoran. Pasar horas de horas buscando libros raros en la Carlos Monge o encumbrando barriletes en la plaza. Pasar horas de horas en el pretil de la U y meterse a algún foro en algún auditorio, simplemente, para matar el tiempo: “mientras llega el bus de Cartago"

Caminar por las aceras de siempre y aburrirse. 

Ver películas aburridas. 

Leer libros aburridos. 

Escuchar música aburrida. 

El aburrimiento, junto con la espera, debe ser una de las ocupaciones más añosas. Y estoy convencido de que es, además, una de las más edificantes. 

Nos han metido la chana, el ideologema, de que el pensamiento debe ser  productivo. Los comunistas y los neoliberales coinciden en eso: producir, producir, producir.  Pero lo cierto es que el pensamiento humano está hecho de aburrimiento. 

Y lo mismo pasa con la creatividad. 

Por eso, con todo, prefiero un funcionario aburrido en un escritorio antes que un cretino hiperactivo y ambicioso impartiendo lecciones de vida en un auditorio. Voy más allá: estoy seguro de que para cambiar la sociedad requerimos de más personas aburridas. Bastante mal nos fue con esa generación de entusiastas tecnócratas que estudiaron afuera y regresaron al país con su cultura sobacal de laptop y MBA. Bastante mal nos va con esta otra generación degradada de sociócratas y exjóvenes entusiastas que pasaron de pedir limosna pipimente bajo el auspicio de "Un techo para mi país" a jugar de policy makers en algún viceministerio o ministerio. 

Russell decía que una generación que no soporta el aburrimiento, sin más, es una generación de escaso valor. 

Los rusos lo entendieron antes. 

Los rusos todo lo entendieron antes. 

De ahí se puede colegir que en esos personajes de Goncharov y Turgueniev, en esos hombres aburridos, superfluos, tendidos en un diván haciendo nada, operan los mecanismos de la gran transformación de octubre de 1917. Los bolcheviques, si se quiere, fueron instrumentos triviales. O dicho de otro modo: la revolución, antes de las barricadas, se construyó con aburrimiento.

Bien lo dijo Dostoievski: todo tuvo su origen en el aburrimiento. 

Luigi Amara, también, lo entendió y quizás por esa razón escribió un libro en el que nos muestra que en estos tiempos, básicamente, se libra una frenética batalla contra el aburrimiento. 

Es curioso que nuestros personajes, hablo de literatura latinoamericana, casi nunca se aburren. Me refiero al aburrimiento tipo El hombre que duerme de Perec. Pero es más curioso que, cuando nuestros personajes se “aburren”, usualmente, incurren en agobiantes disquisiciones existenciales. 

Fresán decía que los protagonistas de nuestra narrativa casi siempre aspiran a una cierta heroicidad. Y añadía que casi nunca son canallas como los personajes de Bellow o Roth. Los poquísimos personajes que se aburren se comportan como héroes de la existencia. Pienso, por ejemplo, en ese abominable incel de Ernesto Sábato: Juan Pablo Castel   

No es del todo absurdo suponer que nuestros personajes literarios, bien o mal, encarnan los clichés y prejuicios que existen respecto a nuestro paisaje. Hablo del paisaje reducido a Carmen Miranda con un sombrero de frutas bailando una canción, según la cual el mundo no se va a acabar. Hablo de las repúblicas bananeras de Paul Theroux. Hablo de Hunter Thompson o de Hemingway tomando ron en El Caribe. 

El aburrimiento, se diría, es para los suecos que leen policiacas, para los alemanes que elucubran metafísica o para los franceses que piensan en el ser y la nada. Y para nosotros, es día de temporal.

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha