Cotidianos/ I - Oda a La Uruca
ARMANDO TORRES FAUAZ
Transitar La Uruca es innegablemente, para cualquiera, una mierda. Error de planificación, y en consecuencia el más denostoso tramo de la, hasta hoy, fallida Circunvalación, La Uruca suscita y expone lo peor de nosotros. La clínica, la escuela, la plaza y la iglesia son los vagos recordatorios de que ahí alguna vez hubo un pueblo, antes de convertirse en el no-lugar de la transitoriedad. Las pulperías y los bares que obsolecen de dentro hacia fuera son los únicos indicios de una realidad que lo transitorio oscurece: La Uruca es una zona densamente habitada. Pero no hay manera de constatarlo sino en las zonas peatonales. El resto del tiempo, el conductor mira como más que ajenas las fachadas roídas por la carencia y manchadas por las emisiones de los autos en eterno desplazamiento. Así, móviles y enajenados, solo podemos reparar en el salpiqueo caótico que se yergue sobre la calzada.
Comenzando el periplo por Calle Blancos, el viaje es una fuga dodecafónica de la fealdad: Luego de la Iglesia invisible por su transitoriedad, sigue una cadenilla de fábricas, lotes de parqueo, áridos planchés de grava, y demás espacios inhumanos que coronan las oficinas de Amazon: el empleador de la clase media venida a menos. Abruptamente entonces, el griterío del tren corta como una navaja el camino. La misma máquina que desde 1950 se mueve al ritmo de su tercermundismo, rompe con su paso los tímpanos y siembra futuros enfisemas con su cola abultada de hollín. La pausa sirve, encima, solo para constatar la exponencial miseria del repartidor autogestionado. El camino corre junto a un osario de muflas y una exhibición de aros laqueados, antípoda del cascarón vacío del Servicio de Aguas Subterráneas que, como precarias puertas de Hércules, marcan el comienzo de la vía que serpentea la miseria; ahí donde se gesta el epítome de nuestra cultura vial: la presa.
La presa de La Uruca es fenomenal, pudiendo extenderse, en el espacio, varios kilómetros y, en el tiempo, varias horas. No es además un embotellamiento pacífico, si tal cosa existe: Primero está el característico furor de los compatriotas en auto, que a veces vale las más formidables escenas (como cuando un machito rico, entusiasta del crossfit y del krav magha, se baja de su auto y rompe, con la mano desnuda, las cuatro ventanas del auto en que viaja una señora). Luego está la posibilidad de que la violencia diaria escale hasta tocar mayores exabruptos (como en las peleas a llave de rana o a tiros). Pero en última instancia, en el día a día, donde el cúmulo de la frustración no alcanza tales niveles y los segundos mueren en la pantalla del teléfono o en la voz de Amelia Rueda, igual están las motos. Y no hay nada, para quien no conduce una, más detestable que las motos. Ese enjambre infesto, de (a)normales, que están inexorablemente convencidos de que suyo es el derecho de paso, y conducen como en Nueva Delhi, arriesgando espejos, rodillas, vidas, solo para hacer sonar su mufla roncadora y llegar dos minutos más temprano a su meta intrascendente. Son sin lugar a dudas el cáncer corruptor de lo que apenas tuvo orden.
La Uruca es además el más gris de los parajes de toda la capital. Hay tantos árboles como en un terreno de pruebas nucleares y podría freírse un huevo en plena acera. Mientras que el zumbido del enjambre ominoso de motocicletas haciéndote vibrar las ventanillas y ese calor chernobilesco establecen el ambiente de lo que pueden ser las peores horas del día, viene una revelación nauseabunda: se está navegando el tracto digestivo de la ciudad, para llegar, es lo peor, al colon constituido por el conjunto de ventas de autos y fábricas, que se superan progresivamente en su esterilidad. Finalmente, desembocás en la región anal que, paradójicamente, huele a galleta, por causa de la fábrica Pozuelo. Ese perineo del infierno, sugestivamente asterístico, es además solo la antesala a otros círculos dantescos. Por la derecha, se cae al puente que atraviesa el río Virilla, que ha sostenido el mismo embotellamiento durante tres décadas, solo para conducirse caracolescamente a través de más fábricas, moteles y cafetales, para llegar, además, a otro ruinoso no-lugar que es el Paseo de las Flores y constatar que, triste e inevitablemente, se ha llegado a Heredia. Por la izquierda, en cambio, se debe circunnavegar la peor rotonda de la capital, para pasar bajo las faldas del papa anticomunista y consumirse en el cavernoso y esperpéntico Bajo de los Ledesma, que es la última gota de realidad antes de llegar a una de las pocas burbujas de opulencia de la capital. Esos doscientos metros entre Geroma y Rohromoser son la concreción de una tortura, y sentís como todas las generaciones de resuelvo-lo-inmediato te escupen el rostro con su cultura campechana y miope, como si te cobraran la entrada a esa isla de bienestar, circundada de precarios. Seguir directo, en cambio, es casi peor, pues durante algunos cientos de metros tenés la sensación de haber salido de la presa-monstruo, y acelerás, sintiendo el viento alborotarte los cabellos; el auto se refresca, te craquean las vértebras torácicas liberando, creés, la tensión de esa pesadilla diaria... y de pronto, apenas salvándote de quedar arrugado entre el camión del frente y el infeliz de atrás que se la creyó también, caés en la presa de la General Cañas, que con suerte sigue durante 60 kilómetros hasta San Ramón y te va a ir pedando en el carro, como una suegra con indigestión, cada minuto del trayecto hasta que, sorpresa, te topás con otro no-lugar, el más feo y grande de Centroamérica, el City Mall, que está a las puertas del pueblo, todavía más caliente, todavía más congestionado, de Alajuela.
Y todavía te toca regresar, porque sos chepeño, y entre vos y el mundo es esto lo que hay.
ARMANDO TORRES FAUAZ
Historiador