Mazapán y piedra pómez
Ayer finalizó nuestro viaje a Guatemala. Es difícil sintetizar las experiencias producidas por ese viaje en unas pocas líneas, así que lo haré a través de un recuerdo de infancia.
Cuando estábamos chiquillos, Nana, mi abuela materna, nos traía de El Salvador mazapanes con forma de bananos, fresas y peras. Era una fiesta. La felicidad hecha cajita de madera, decorada con hojas verdes de papel y delicadamente ordenada con manjares de múltiples colores y aromas a canela y nuez moscada. Era dificilísimo decidir por cuál fruta empezar y, especialmente, si se comenzaba por el palito o por la pulpa. Aún no sé si había que comerse el palito de clavo de olor, pero empezar por ahí era un pequeño gran sacrificio, de esos que hacía uno de niño.
Durante nuestra visita al Mercado Central de Ciudad Guatemala, y en el momento crucial de decidir cuáles dulces comprar, se me ocurrió preguntar si vendían mazapanes. Cuando me confirmaron que sí, tuve un instante de vacío absoluto, o más bien de suspensión temporal, tipo Matrix, en que solo existíamos los mazapanes y yo. Lastimosamente, no me permití quedarme en ese momento mágico más que un par de segundos y migré rápidamente a tomar la decisión de cuántos mazapanes va a llevar, señora. Mi respuesta oscilaba entre diez y 80, así que me decidí por ocho. Todo mal.
Salimos del mercado mi pareja, mis dos hijas, mis ocho mazapanes y yo. No estaba segura de que fueran los mismos dulces de mi infancia, por lo que me sentía relativamente tranquila de haber comprado unos pocos, porque qué lástima desperdiciar. El aburrimiento absoluto de la vida adulta.
Un par de días después, iniciamos un viaje maravilloso a través de los depósitos piroclásticos guatemaltecos. El paraíso geológico. O, en traducción simultánea, nuestro viaje desde Ciudad Guatemala hasta Quetzaltenango. El trayecto lleno de curvas y humo de autobuses de los setentas, que en pocas partes del mundo pueden circular todavía.
Pasaron un par de horas en las que a través del parabrisas viajé millones de años hacia atrás y reconstruí, con total imprecisión, el tipo de lava y la magnitud de la erupción que había provocado esos maravillosos depósitos blancos, impecables. ¡Las licencias que nos tomamos los geólogos! No precisamente las que garantizan que se conduzca con precaución.
Finalmente, nos detuvimos. Toda la familia estaba feliz porque la mamá podría tocar la bendita piedra y tomarse la foto. Hasta la fecha, una parte de mí cree que esa emoción por la majestuosidad de los volcanes y lo que producen, se le ha transmitido a mis pobres acompañantes, que terminan asoleados, sermoneados y cargados de piedras que no necesitan. O tal vez sí.
Me cuenta mi colega Guillermo Alvarado que las estructuras tubulares tan extrañas de esas piedras pómez, se producen cuando se alargan las vesículas, es decir, sus poros. Una fuerza extraordinaria estira la piedra y genera un brillo como de vidrio, pero de vidrio estirado, alargado a la fuerza. Los ocho mazapanes llegaron a Costa Rica. Una de las acompañantes del viaje, que estaba a cargo de abrir la bolsa, tomó uno de ellos y dijo, mamá, estos también se estiran. Eran los mismos de mi abuela, pero con el brillo de la piedra pómez.
EMMA TRISTÁN
Geóloga