La maldad de lo banal
Siempre he pensado que los mandamientos eran mucho más sencillos de cumplir bajo la jurisdicción del Antiguo Testamento que bajo las premisas neotestamentarias.
Con todo y los reproches a la chimazón en los marcos del categórico "No codiciarás".
Con todo y lo del adulterio y lo de la mujer del vecino.
Estoy seguro: era menos arduo.
Sucede que la Ley de Moisés era como una complejísima e imbricada reforma fiscal atiborrada de exoneraciones. O sea, era facilísimo zafarse. El mandato de Jesucristo, por el contrario, es una flat tax ética que requiere, necesariamente, de extraordinarios, portentosos asesores contables de la moralidad. Quiero decir, resulta dificilísimo eludir y evadir cuando la máxima es, sencillamente, amar al prójimo.
Porque, vamos, nadie puede negar que no existe cosa más jodida que amar al prójimo.
Uno ama a la mamá, al papá, a los hermanos, a la pareja, a los sobrinos, a los amigos, a los primos, a los tíos. Yo, incluso, amo a Emma Stone y, en algunos momentos, he amado a Jeikel Venegas y a Marcel Hernández más que a mí mismo.
Pero el prójimo es otra cosa.
El prójimo es, por antonomasia, lo abominable, lo repugnante. Y eso, mal que nos pese, Jesucristo lo sabía muy bien. Por esa razón nos mandó a amarlo, así, a secas.
Al prójimo.
Al otro.
Al más güeiso entre los güeisos.
Al gacho de los progres.
Al progre de los gachos.
Imagino a Jesús figurándose el ser humano más insoportable del universo y diciendo en voz baja: "¡Van a ver! Voy a ponerlos a amar a ese miserable".
Y entonces pensó en la vieja malcriada que se cola en la fila, en el pulpero mañoso que se embolsa el vuelto, en Faitelson, en el plutócrata de izquierda que pontifica de manera afectada contra "el egoísmo", en el vivazo que raya por el espaldón, al lado derecho, y luego pide campo.
Creo que es de Maikovski. No recuerdo bien. Me refiero a un verso que decía, palabras más, palabras menos, que Dios había creado una mujer terrible y le había ordenado amarla.
Dudo que alguna conjetura teológica se haya acercado tantísimo al misterio de la ética cristiana como ese verso. Porque odiar a los villanos consensuados es tan fácil como amar a la humanidad en abstracto.
Arendt lo comprendió y la historia nos lo echa en cara a cada tanto: los malos salen a pasear el perro y dicen buenos días en las mañanas.
El prójimo, repito, es otra cosa.
El prójimo es el ámbito de la traición mínima.
Es la ruindad sin épica.
Y por eso es tan endemoniadamente jodido amarlo: porque todos somos prójimos.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha