La memoria de las cosas
En lo que atañe a la memoria, los objetos donde predomina la materia son mucho más escrupulosos. Incluso más escrupulosos que las personas. El rayón en la mesa. Los impactos de metralla en los muros. La pared donde una sombra oscura acusa la presencia permanente de muebles y perímetros ignotos.
A menudo lo olvidamos, pero sucede que la memoria es un ámbito de la materia: un vinilo puesto a girar en el tocadiscos, de cierto modo, “recuerda” la música desde los microsurcos.
Se sabe que uno de los Stradivarius mejor conservados, el violonchelo Duport, muestra en su caja una abolladura. Cuentan que Napoleón, accidentalmente, la pateó con su bota mientras intentaba tocarlo.
De Napoleón, como de todos los grandes hombres, se suelen recordar infinidad de pormenores peregrinos. Pero ningún decreto, ninguna crónica, ningún óleo ni ningún intercambio epistolar revela la humanidad del Corso de forma tan fidedigna: la abolladura en el cajón del Duport lo presenta como un tipo que no solo era sensible a la belleza, sino también como un tipo torpe, un tipo que se tropezaba y que, probablemente, se sacó la viuda más de una vez.
Una de las escenas eróticas más hermosas del cine confirma que la materialidad permite una recopilación y una edición más efectiva de las escrituras del tiempo: en Lethal Weapon, el detective Riggs (Mel Gibson) y la agente Lorna Cole (Rene Russo) se pasan la noche mostrándose sus cicatrices, la memoria de sus heridas, y luego se enamoran. Dicho de otro modo, el tiempo suele demorarse en la dimensión material, corporal, de la existencia.
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John Haines escribió sobre su prolongada estancia en Alaska. Las estrellas, la nieve, el fuego.
Así se llama el libro.
Allí da cuenta de cómo, al cabo de unos años, aprendió a leer los elusivos registros en la nieve de zorros, martas y lobos. La escritura de los animales es su rastro. Es, si se quiere, una escritura performática.
Una escritura de la transgresión.
De la fragmentación.
Hace muchos años yo andaba con mi abuelo en las montañas del sur de Cartago y, de repente, él se detuvo y me mostró un palo en cuya corteza aparecían unas gruesas y violentas rasgaduras.
Eran arañazos de jaguar.
Los antiguos campesinos solían sembrar sauces en las áreas cenagosas.
Los sauces, como todos los árboles de ribera, consumen una ingente cantidad de agua. Y los antiguos campesinos los usaban para “secar” esas áreas cenagosas.
En Cartago, aún hoy, quedan algunas de esas remotas escrituras de los antiguos campesinos. Escrituras de sauces. Cuando uno les presta suficiente atención, se siente como si estuviera leyendo la agonía de los humedales y los suampos.
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Mi esposa está digitalizando los cuadernos de recetas de cocina de mi mamá. Se sienta horas de horas con ella y entre ambas descifran esas escrituras asintácticas de la prisa.
Me cuenta que han encontrado expresiones tipo “Un chorizo de galletas María o “Un cuarto y un tuquito de mantequilla”.
La de mi madre, claramente, era una escritura de la transgresión.
Mi esposa me cuenta que hay dibujos que yo hice a los 6 años.
Dibujos de mi hermano mayor.
Dibujos de mi sobrina.
Me cuenta que hay recetas transmitidas oralmente durante generaciones y generaciones. Recetas que mi mamá transcribió en una llamada telefónica o tomando café con alguien.
Y mientras me cuenta esas cosas a mí me parece mentira que una entelequia estéril como la nube pueda conservar las recetas de mi madre de modo más fidedigno que un cuaderno.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha