La mampostería de la memoria

Está muy claro que nuestro país se formó del centro hacia afuera. 

Como si alguien hubiera lanzado una piedra sobre un charco de agua que se fue expandiendo con las sucesivas ondas. 

O, mejor dicho, como si, en vez de país, fuéramos el accidental estallido de unas chinas de jardín que dispersan sus semillas desordenadamente. 

Porque cabe recordar que no fue un proceso uniforme. Es decir, eso que hoy entendemos como la expansión de la frontera agrícola desde el Valle Central hacia las periferias, sin más, fue irregular, orgánico. 

Nuestros colonos, que en efecto llegaron por mar, se olvidaron muy rápidamente de su vocación marina. 

Y se enmontañaron. 

Y se volvieron huraños. 

Y entonces una sucesión de barrancos, laderas, quebradas y valles siempre dudosos fueron configurando esa noción de paisaje y de nosotros que aún hoy, de un modo o de otro, nos condiciona. 

Surgieron, así, con los años, los acentos, los giros idiomáticos, los rasgos diferenciadores que caracterizan un pueblo que creció, imbuido de desconfianza, dándole la espalda a sus semejantes. Y bajo la sospecha de que al otro lado de la montaña se encontraba el proscrito, el desheredado, el hermano rencoroso, el enemigo, aquel pueblo optó por exprimir sus diminutos pagos y, durante mucho tiempo,  se negó al horizonte. 

Alejados de la Corona y de la Hacienda, alejados de la moralidad y la doctrina papal, se acomodaron y crecieron y copularon y murieron dejando sutiles costuras en la geografía. 

Pero nada es para siempre. 

Y por eso uno que otro, de repente, aventuró una empresa y fue allende de las cordilleras a despecho de riesgos y fatales admoniciones. 

A lo mejor el rumor de un cacaotal en Parismina. 

A lo mejor el recuerdo vago de una recua y una noticia de ultramar. 

Trillos y calzadas, al principio, y luego sueños de un ferrocarril que nos conectara, de nuevo, con el mar y con el mundo. 

No existe nada tan terrorífico para un occidental, incluso uno americano, que enfrentarse al monte inexpugnable. Dante describió la sensación de encontrarse en un bosque duro e impenetrable como algo apenas menos amargo que la muerte. Y no dudo que, de alguna manera, haya sido así de dramático para los pioneros de aquellos caminos. 

Hubo tanteos fallidos. 

Desde Cartago salieron expediciones. 

Se idearon trayectorias entre los cangilones y los estrechos

Se divisaron, imaginaria o efectivamente, las tierras bajas y calientes y se divisó el mar. 

El General Guardia le encomendó la labor a un aventurero de apellido Meiggs: un gringo que había construido los ferrocarriles de Perú y Chile y cuyo sobrino, un tal Minor Keith, pasaría a la historia como uno de los hombres más determinantes en el devenir económico, político y social de Centroamérica. Meiggs, finalmente, abandonó la obra y la continuó su sobrino mediante audaces truculencias donde no fue infrecuente el soborno: cuentan que el General Guardia recibió un cheque de cien mil dólares de la época. 

El trazado original contemplaba una tramo que, a la postre, fue un entuerto: la Línea Fajardo. Salía desde Paraíso y se prolongaba hacia el este a través de las faldas del extinto volcán Santa Lucía, cerca del Salto de la Novia, y llegaba hasta Fajardo. Allí, en ese sitio, toparon con una formación rocosa que les impidió continuar la construcción de la vía férrea y los obligó a trazar la actual ruta, más hacia norte: los inciertos y húmedos barrancos de Ujarrás distaban muchísimo de ser como los secos y certeros parajes andinos.   

Actualmente se pueden observar restos de la calzada, un extraordinario puente de piedra, alcantarillados  y formidables muros de contención. 

Fueron erigidos, según cuentan, por italianos. 

Allá por 1870. 

Y todo sigue en pie. 

Quizás porque el fracaso, por una rara virtud, resulta más perenne que el éxito. 

**

Llevaba muchos años sin ir a Ujarrás. 

Fui con mi papá y uno de nuestros primos. 

El primo me muestra las ruinas de la línea Fajardo. Muros incólumes que se elevan como correctivos de la montaña, como simulacros de Babel, como mampostería de la memoria.

Recuerdo un libro del Padre Benavides. Menciona que existen, al menos, tres rutas históricas hacia el Valle de Ujarrás: la Ruta Real de Cartago, la Ruta de La Palma y el Camino de El Calvario.

Y están, desde luego, las rutas nacionales ya conocidas. 

Mi papá, el primo y yo, sin embargo, caminamos por donde iba la Línea Fajardo. 

Nos detenemos frente a unos palos de nance que se ubican justo en un alto que funciona como mirador. Desde ese punto, lo recuerdo, se tomaron fotos famosísimas del Valle de Ujarrás. 

Fotos típicas de calendario. 

Mi abuelo solía llevarme a ese lugar cuando yo apenas tenía unos seis años. 

Y me mostraba el río. 

Y me decía que desde ese punto habían tomado tal o cual foto. 

Y, dependiendo de la época del año, apeábamos y comíamos nances de unos palos que persisten en echar sus aromáticos frutos. 

Parece una obviedad, pero lo cierto es que sin caminos estaríamos perdidos. Seríamos seres desmemoriados para quienes el mundo, cada día, constituye una creación ex nihilo. 

Como la memoria, los caminos, aun los fallidos, son cruciales por su funcionalidad y por su extraordinaria capacidad de vincularnos con los otros.

Ya sean bichos o humanos. 

Mi abuelo murió hace más de veinte años y me heredó un rifle, varias fotos, un chaleco y una necesidad furiosa de salir a caminar. Dicen que los caminos más antiguos fueron producidos por seres precámbricos hace más de 500 millones de años. Dicen que, por alguna extraña razón, aquellos seres primitivos y extraños, semejantes a una diminuta bolsa de barro,  súbitamente, empezaron a moverse y dejaron un trazo. 

Eran las formas más básicas y primigenias de vida en nuestro planeta. 

Y caminaban. 

Y, seguramente, a su modo, también, recordaban. 

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha