Inquilinos: la Costa Rica del Bicentenario
Despierto un domingo y una garúa pertinaz, como la voz de un profesor cansado que habla de la grandeza de nuestro pasado, se estrella contra el techo. El pechoamarillo que inaugura las mañanas, como siempre, se instala sobre un viejo cable de Claro: las ruinas de las transmisiones que entretuvieron a quienes habitaron nuestra casa en otro tiempo.
Los inquilinos actuales, eso que hoy somos, inevitablemente, seremos los inquilinos de antes desde la perspectiva de alguien más. Y quizás, también, dejaremos rastros como el cable donde se instala el pechoamarillo que inaugura las mañanas con estridentes graznidos y que, tras unos minutos de bullicio, deja caer sus excrementos en el techo de zinc para contribuir a la industria de la corrosión y el deterioro.
Un rayón involuntario en la pared.
La sangre seca de un mosquito que nos aturdió toda una noche y que, luego de múltiples intentos, cayó vencido ante el azote de un paño sucio.
La mancha que delimita el espacio donde estuvo el sillón o la nevera.
El aroma de la convivencia ajena.
Los pelos de Piñata conspirando en alguna de las esquinas a despechos de escobas y neurosis.
Y quizás, a su modo, los nuevos inquilinos comprenderán, como nosotros, que la forma más contundente de persistir es la ausencia. Esa suspensión de nada metafísica, ese silencio insinuado. Pascal decía que solo somos un junco, el más débil de la naturaleza, un junco que piensa. Pero somos, ante todo, un junco que persiste como ausencia.
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En su lucha contra la futilidad del hombre común, los socialistas inventaron el hombre nuevo, el hombre eterno. Por eso divinizaron el porvenir, destruyeron el pasado y totalizaron el presente. Por eso se precipitaron y se creyeron Adanes rabiosos:
La calle de la Guardia Montada en San Petersburgo, durante un brevísimo intervalo, llevó el nombre de Friederich Adler, un socialista que traicionó dos revoluciones y luego se exilió en Estados Unidos.
Pero también cambiaron el nombre de los meses y las ciudades. Y convirtieron las iglesias en fábricas. Y erigieron edificios fantasmagóricos sobre los cementerios.
En Historias de Pekín, David Kidd relata un episodio especialmente llamativo: poco después del triunfo de Mao, un grupo de soldados comunistas entraron en la mansión de una familia aristócrata y vertieron agua fría en los quemadores de incienso que permanecían encendidos desde el siglo XVII. Nunca se habían apagado y representaban el espíritu de los antepasados. Kidd menciona que aquellos quemadores ancestrales, fabricados con un oro purísimo, fueron encendidos casi simultáneamente mientras se fraguaban, de modo tal que adquirieron una tonalidad peculiarmente clara. Mientras los guardias vertían el agua, según dice, una ominosa mancha oscura cubría el oro blanquecino que con tantísimo celo fue atendido durante siglos.
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En el socialismo real nadie se asustaba con la idea de la muerte. Morir era muy fácil, lo que costaba era vivir. Por eso las narrativas totalitarias abominan al hombre común: se requieren superhombres u hombres nuevos para soportar los rigores de un mundo mejor.
Pero no solo sucede en los sistemas totalitarios: más allá de los malabarismos retóricos y los devaneos utópicos, para el Estado, cualquiera que sea su naturaleza, no existe mercancía más común y despreciada que el propio ser humano.
Fuimos, somos y seremos, solamente, inquilinos. Y en esta parte del mundo, desde la perspectiva oficialista, no éramos nada ayer y hoy somos la Costa Rica del Bicentenario.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha