La responsabilidad política y la responsabilidad penal

REABRIENDO EL DEBATE DE UN DILEMA QUE PERMANECE

JUAN CARLOS VÁSQUEZ DREXLER

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Los y las costarricenses hemos sido, no sólo actualmente sino a lo largo del tiempo, testigos de una serie de eventos que han sacudido nuestra confianza en la política nacional. Desde diputados cuestionados por nexos con el narcotráfico, nombramientos irregulares de personas sospechosas de fraude en instituciones estatales, crimen organizado dentro de instituciones estatales y candidatos con antecedentes discutibles; es más que claro porqué la incredulidad se ha diseminado entre la población. Sin embargo, ¿qué hacer frente a las dudas por corrupción? ¿Cómo se debería de actuar?

Existe un dilema que persiste a la hora de proceder contra los cuestionamientos de corrupción de gobernantes o funcionarios públicos y es central para entender las dinámicas y actitudes evasivas e irresponsables por parte de los sujetos bajo investigación: este es el entremezclamiento de la responsabilidad política con la responsabilidad penal.

El concepto de responsabilidad política entiende que el poder y la dirección política se ejerce bajo los preceptos del interés público, es decir, las decisiones de los gobernantes – que además de estar amparadas por la legalidad – deben considerar el bien común, la estabilidad y el avance del país. Cuando no media el interés público sino de otra índole, lo que sigue es responder a ello, es decir, ante una falta de carácter político toca contestar políticamente por sus propios actos.

Por otro lado, la responsabilidad penal es también responder, pero jurídicamente. Se justifica la legalidad o ilegalidad de las acciones, si estas representan o no un delito de acuerdo con la normativa vigente y de ser así, se asume la consecuencia de ello: una condena. La responsabilidad penal es la manifestación de la potestad sancionatoria del Estado o ius puniendi salvaguardando los bienes más valiosos de la sociedad.

Ahora bien, existe una diferencia estructural entre la responsabilidad política y la responsabilidad penal. La responsabilidad penal es personal y típica. Es personal porque el hecho ilícito se le atribuye a una persona; una vez que se reconstruye los hechos y se determina el nexo causal a través de un procedimiento ordenado con evaluación de prueba, su culpabilidad medida con base al grado de entendimiento y voluntad en la ejecución de los actos. Existe el "camino del delito" o iter criminis a través del cual se estudia o analiza el delito desde su concepción hasta su comisión. Y es típica porque la definición del delito y sus respectivas penas están escritas en un cuerpo normativo, en el que se determina los hechos relevantes y su imputación.

Esto no pasa con la responsabilidad política. Señala DIEZ-PICAZO que la responsabilidad política no es típica, sólo los procedimientos para exigirla en el mejor de los casos; por todo lo demás responde a un juicio de conveniencia u oportunidad política. Como bien dice el autor, la oportunidad valora acciones según se adecuen o no a objetivos y valores políticos: una actuación política puede ser moral y legal, pero inoportuna políticamente y viceversa. Ello dificulta su efectividad y asimilación, ya que, al no ser típica la sanción no puede ser impuesta y dependerá del empeño colectivo materializarla. (Díez-Picazo, s. f.)

Queda claro que las actuaciones gubernamentales deben ser legales, oportunas políticamente y de conformidad con el interés público. Esto inevitablemente provoca que tanto la responsabilidad política como la penal se diluyan entre sí – no se implican ni se excluyen: no implica porque un acto puede ser ilícito, pero políticamente oportuno y viceversa; no se excluye porque puede ser tanto ilegal como inoportuno.

La salida más fácil a la disyuntiva parece ser – por lo menos para los políticos de turno y servidores o funcionarios públicos cuestionado – el reduccionismo bajo el siguiente razonamiento: si lo objetivo y tipificado es la responsabilidad penal, en virtud del principio de inocencia, no asumo mi responsabilidad política hasta no haber una sentencia firme que verifique o afirme que mis actos son corruptos o fraudulentos. Es decir, la responsabilidad política es absorbida por la responsabilidad penal al establecer esta última como un requisito previo para la exigencia de la primera. De esta forma lo penal detiene el curso de lo político.

Como escribe el jurista BUSTOS GISBERT, con tal actitud se predica la irresponsabilidad política en donde (Bustos Gisbert, 2018):

Se sustituye el juicio político por el juicio jurídico-penal.

Los enfrentamientos y discusiones políticas se trasladan de sede parlamentaria a los tribunales de justicia.

Los principios democráticos-representativos se mezclan con principios del Estado de Derecho.

Una responsabilidad subjetiva (como lo es la penal) se confunde con una responsabilidad objetiva (como lo es la política).

Un proceso estrictamente político se homologa con uno estrictamente jurídico.

Las sanciones políticas – como puede serlo la dimisión o el descenso en prestigio político – son sustituidas por la sanción penal.

Se asume que los procesos jurídicos pueden ser entendidos por la opinión pública al mismo nivel que un proceso político.

Se exige que la misma determinación de los hechos para dos supuestos radicalmente diferentes; es decir, mientras la responsabilidad penal requiere de nitidez o claridad en los hechos para conducir a la culpabilidad, la responsabilidad política sólo requiere de un convencimiento político-moral para la culpabilidad.

Se confunde el ordenamiento jurídico penal con códigos de eficiencia y ética pública.

Se distingue entre inocencia política e inocencia penal.

Se aplica los mismos niveles de eficacia y decencia del ciudadano común al gobernante, quien se encuentra en una posición de poder.

Se invierte la lógica de ambos procesos de exigencia de responsabilidad.

Se intercambian los argumentos políticos y jurídicos a conveniencia.

El juez deja de ser un aplicador neutral del Derecho para ocupar un rol en el conflicto político.

Se sustituye al electorado y al parlamento como jueces del comportamiento político de los gobernantes por los jueces y tribunales jurisdiccionales.

Se judicializa la política en la misma medida que se politiza la justicia.

Las consecuencias de este entremezclamiento o reduccionismo son, sin lugar a duda, el debilitamiento del régimen democrático. Los contrapesos ("checks and balances") se terminan concentrando en el Poder Judicial, quien no sólo tiene que lidiar con el análisis de legalidad, sino también con el oportunismo político y la opinión pública.

No obstante, existe una ventana en donde ambas fuerzas pueden equilibrarse. Cuando hay una sospecha razonable de la comisión de un acto fraudulento o de corrupción por parte de un gobernante o jerarca, el conflicto de intereses se hace presente, bajo el supuesto de que el individuo – a raíz de su posición de poder – se enfrenta a la posibilidad tanto de una condena penal como una condena pública, que desea evitar a toda costa.

La conceptualización del conflicto de intereses radica en el riesgo. Es el riesgo para la imparcialidad y la correcta toma de decisiones del jerarca, servidor o funcionario público que hay que evitar a toda costa se produzca.

Se reconocen tres tipos de conflicto de interés según la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE):

Conflicto de interés real: cuando la situación conflictiva entre el interés público y el interés privado se materializó.

Conflicto de interés potencial: cuando existe un interés individual o privado que podría influir en las obligaciones del servidor público, sin embargo, la situación conflictiva no ha acaecido y podría darse en un futuro.

Conflicto de interés aparente: cuando hay sospechas de que el jerarca o funcionario posee intereses propios que puedan afectar el desempeño efectivo de sus funciones.

Con la interposición de la denuncia y la sucesiva investigación, el jerarca, servidor o funcionario cuestionado se encuentra ante un conflicto de interés sea aparente o potencial, por ejemplo, puede verse tentado a desaparecer prueba u obstruir la investigación por diversos medios.

El punto álgido del riesgo llega con el auto de apertura a juicio, cuando el juez considera existe suficiente fundamento – prueba lícita, útil y pertinente – como para someter el caso al procedimiento penal, dejando en evidencia que el conflicto de interés es real y que probablemente en el actuar del jerarca, servidor o funcionario ya no medie el interés público. Es en ese momento de certeza, cuando debería darse la dimisión de la persona cuestionada con el fin de evitar cualquier riesgo.

Recuérdese que, en teoría del riesgo, los riesgos negativos se evitan, aceptan o se mitigan. Cuando la amenaza puede generar daños significativos, lo ideal es evitarlo a toda costa; si es inminente, en la medida de lo posible se mitiga hasta minimizar su impacto y si la amenaza no es significativa o el costo de tomar medidas preventivas es mayor a los beneficios potenciales, se acepta. Debido a la gravedad que significa la pérdida de fondos públicos y la erosión del régimen democrático, lo correcto es evitar el riesgo: exigir la renuncia inmediata de la persona cuestionada por los hechos fraudulentos, iniciar un procedimiento disciplinario, impedir su participación en concursos públicos para ocupar puestos de jerarquía, etc. De no ser así, no sólo se eterniza un riesgo potencial con consecuencias para la estabilidad del país, sino que se minimiza la importancia de la ética pública.

Una falta grave a la ética pública – considerando que la probidad es exigida constitucionalmente, en convenciones internacionales y por ley a todos por igual – debería ser causal suficiente para reclamar la responsabilidad política. Los principios éticos existen (y están presentes en nuestro cuerpo normativo) para respaldar la razón, la transparencia y aplacar el conflicto de interés. Pero surgen algunos retos: ¿cómo lidiar con inmunidad parlamentaria cuando se trata de un diputado o diputada cuestionado(a) por corrupción? ¿Qué hacer con los funcionarios en duda ocupando puestos jerárquicos dentro de instituciones autónomas?

La inmunidad o irresponsabilidad parlamentaria se rige por el artículo 110 de la Constitución Política, que establece que los diputados o diputadas de Costa Rica no son responsables por las opiniones que emitan dentro de la Asamblea Legislativa y tampoco podrán ser arrestados por causa civil o penal (a excepción de un delito in fraganti). Con ello se previene la persecución política, se garantizar las labores de fiscalización y control político. La inmunidad puede ser levantada por la aprobación de las dos terceras partes de los miembros legislativos y también es renunciable.

Es decir, para la efectiva aplicación de la responsabilidad penal y política en el ámbito legislativo, es necesario pasar primero por un proceso de desafuero, dentro de la propia Asamblea Legislativa de la que es miembro el legislador. Esto es problemático porque como ya se ha discutido, la responsabilidad política tiene un factor de oportunismo político involucrado; por lo que no hay garantía de objetividad. La imagen que queda grabada en la opinión pública es la de inmunidad como impunidad y con justa razón: no hay suficiente discusión respecto al tema en el ámbito jurídico como para brindar una respuesta adecuada y los límites de la inmunidad no están totalmente definidos.

Una solución sería que la comisión encargada del desafuero no sean los mismos a los que pertenece el legislador, sino una comisión completamente ajena al Poder Legislativo, formada por figuras públicas notables por su alto estándar ético y trayectoria impecable. Algo similar a los requisitos de honorabilidad que se establecen para ser Contralor de la República. La investidura de su puesto ameritaría que ante el mínimo cuestionamiento de corrupción de uno de los miembros de la comisión, conjunto con un dictamen afirmativo de la Procuraduría General de la Ética Pública (PEP), este sea destituido inmediatamente de su puesto.

Lo anterior supondría dotar al PEP de independencia funcional y de criterio, así como de capacidad vinculante a sus informes y dictámenes. Actualmente el PEP forma parte de la Procuraduría General de la República, ejerciendo una función sin duda importantísima, misma que no debería estar dependiente a otro órgano estatal. Los dictámenes e informes al no ser vinculantes quedan como una mera recomendación, que puede ignorarse o archivarse, especialmente tratándose de instituciones autónomas. Como señalan LÓPEZ GUERRERO y DELGADO RODRÍGUEZ en las conclusiones su tesis "Acciones de la Procuraduría de la Ética Pública que disminuyen la corrupción: Hacia un estado con transparencia" (de la cual se extrae dicha recomendación), el hecho de que dichos dictámenes o informes no sean vinculantes, representan un desperdicio de recursos y una enervación en los propósitos del PEP. El carácter vinculante haría obligatorio la apertura del procedimiento administrativo disciplinario contra funcionarios públicos cuestionados por parte del superior jerárquico (sobre todo tratándose de instituciones autónomas en las que puede haberse cementado un grupo poder) y haría efectiva de leyes como la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito en la Función Pública y la Ley de Control Interno. (López Vargas & Delgado Rodríguez, 2016)

CONCLUSIONES

Uno de los motivos principales de la persistencia o permanencia de la corrupción a nivel estatal es la absorción de la responsabilidad política por la responsabilidad penal. Debido a que las actuaciones gubernamentales deben ser legales, oportunas políticamente y al mismo tiempo conformes al interés público, se torna inevitable que la responsabilidad política se diluya en la responsabilidad penal y viceversa, ya que las mismas no se implican ni se excluyen. El reduccionismo al que tienden los gobernantes y demás servidores o funcionarios públicos acusados de actos ilícitos, detienen el curso de la responsabilidad política al establecer como un requisito previo la responsabilidad penal, en virtud del principio de inocencia.

Existen diferencias estructurales entre ambas: la responsabilidad política tiene efectos de naturaleza ético-políticas y es competencia del Estado Democrático; mientras que la responsabilidad penal tiene efectos de naturaleza jurídico-patrimoniales y es competencia de órganos jurisdiccionales.

Lo ideal es que con el auto de apertura a juicio se de la renuncia de la persona cuestionado de actos de corrupción, aceptando su responsabilidad política, especialmente frente a la incertidumbre o el riesgo grave que representa un potencial conflicto de interés cuando se ven involucrados fondos públicos. Esto no implica la aplicación inmediata de la responsabilidad penal, es necesario que haya un debido proceso para ello; sino que se trata de una respuesta a la gravedad del riesgo, además de un incentivo al enfoque en el inminente procedimiento penal.


BIBLIOGRAFÍA

Bustos Gisbert, R. (2018, abril 7). Responsabilidad política y responsabilidad penal: No mezclen. Agenda Pública.

Díez-Picazo, L. M. (s. f.). La Responsabilidad (XXVI). Responsabilidad política y responsabilidad penal. Recuperado 7 de junio de 2021, de

López Vargas, E., & Delgado Rodríguez, Y. (2016). Acciones de la Procuraduría de la Ética Pública que disminuyen la corrupción: Hacia un estado con transparencia [Universidad de Costa Rica].


Juan Carlos Vásquez Drexler

Abogado