Fuga imaginaria
Somos un país poco propenso a la trashumancia.
Una rigurosa geografía de barrancos, volcanes y cerros nos privó del saludable cobijo del espacio como posibilidad. Para los campesinos, la distancia siempre se medía en horas, porque, conscientes de que dos palmos de trillo embarrealado bastan para atascar una carreta, desde muy temprano supieron que esta tierra impone su vocación de anquilosada resignación.
El proscrito de fines del siglo XIX no huía en los furiosos trenes como en Estados Unidos y Argentina. No se fugaba en la inmensidad hasta que la condena se anulaba en dilatado kilómetro y cifra olvidada.
Acá el proscrito, como en Ese que llaman pueblo, cruzaba un par de cerros, volcaba montaña y se sentía a salvo. Quienes lo abominaban lo sabían próximo y, quizás por eso, aún hoy desconfiamos del otro y lo abordamos con cierta dosis de rencorosa precaución.
Nuestro pensamiento no surgió del vagabundeo despreocupado como fue el caso de los goliardos medievales, los crotos argentinos o los wandervogel alemanes. Los boyeros eran los únicos que recorrían los caminos. Y su andar, como el de los ruteros y conductores de hoy, distaba muchísimo de ser plácido. El mal acechaba en todas partes: en el guindo, en la ladera, en la rama seca que se cae. Y ya se sabe que una mente ofuscada por las amenazas difícilmente puede trazar conjeturas felices.
Hay una larga tradición de pensadores que recomiendan las caminatas: de Aristóteles a Beckett, pasando por Nietzsche y Heidegger. Es más, Jethro Masis hace poco nos recordó que Roberto Murillo, también, pertenece a esa cofradía.
Curiosamente, en nuestro país, pese a sus indiscutibles atractivos naturales, resulta en extremo complicado efectuar caminatas como las que tanto gustaban a Josep Pla: “En mis viajes a pie no entra jamás preocupación alguna de sentido heroico o deportivo. No devoro kilómetros, ni colecciono paisajes; jamás se me ocurrió escalar picachos, ni descender a las profundidades de la tierra (…). Me paseo, sencillamente, fumando cigarrillos”.
En Costa Rica, los sitios donde uno podría caminar fumando un cigarrillo (hablo, por ejemplo, de las zonas llanas) son verdaderamente tórridos, por no decir infernales; entre otras cosas, eso explica por qué en la pampa guanacasteca surgió el sabanero y no el errante caminador que fue Pla. Y por otro lado, en aquellos parajes donde el clima es benévolo (las zonas altas, montañosas, del centro del país) las caminatas requieren enormes esfuerzos físicos: cuestas empinadas, resbalosos descensos, trillos poblados por malignos arbustos que reciben nombres tan ominosos como “rajaperro” o “uña `e gato”.
Ni qué decir de los roadtrips, esa otra variedad mecanizada del pensamiento caminado. Manejar por la carretera Braulio Carrillo es tan apacible como el viaje de Arthur Gordon Pym a bordo del Grampus.
Por eso nuestra única posibilidad de fuga es imaginaria, o bien, sedentaria.
Alguien podría decir que esa condición explica por qué somos un país tan poco propenso a los excesos ostentosos de la épica. A diferencia de España, que según Ortega es un pueblo cobarde y por eso exalta el coraje, nosotros fuimos, más bien, timoratos, pausados.
Quizás sea así.
No tenemos una especial devoción por nuestros próceres. Y nuestro pasado, desprovisto de las estridencias de dictaduras y crímenes de Estado, en buena medida, pertenece al ámbito de los consensos o, lo que es igual, al ámbito de los olvidos.
Pablo Antonio Cuadra se refiere a un jenísero y dice que el dichoso árbol vio pelear a los Timbucos y los Calandracas, que de sus ramas mandaron a colgar a Braulio Vélez durante la guerra del 54. Nuestros árboles, por el contrario, funcionan como marcos de referencia espacial, como fetiches publicitarios o como tapavientos de los cafetales. Dicho de otro modo, no son árboles alegóricos.
Como una madre, contamos la historia por embarazos y no por guerras. Y durante años cultivamos nuestros odios en austeras macetas de barro que rara vez se fracturaron. Tal vez por eso, antes que narradores o poetas, fuimos ensayistas íntimos y graves que se sentaban en un corredor a ver llover.
FABIÁN COTO CHAVES
@fabicocha