El infame Thomas Malthus

Un paso atrás. Eximirse panorámicamente es, no sin cierto vaho paradoxal, pensar en las posibilidades de nuestra mortalidad. Una condición prosaicamente ineludible cuya almática franqueabilidad yace en la inaprensible memoria.

A esta distancia recordamos (el paso hacia atrás es fundamentalmente simbólico, pretender alejarnos de la muerte nos obliga, transitivamente, a intimar con la muerte, como en un habitáculo concebido como por Escher) con una aparatosa aleatoriedad, recordamos de maneras diferentes; yo recuerdo, por ejemplo, a Nínive.

Semíramis, la impoluta mediadora, el typus de la Iglesia, supo reconstituir el mito de las casuales partes esparcidas de Nimrod y retardar generosamente su olvido. Prueba de ello la Anábasis de Jenofonte: Nínive ya había sido olvidada. 

“Me pesan los ejércitos de Atila,

las lanzas del desierto y las murallas

de Nínive, ahora polvo; las batallas

y la gota del tiempo que vacila”.

Dice Borges.

Yo recuerdo, por ejemplo, a Nínive, no por Nínive misma sino por los inexactos cálculos de Süssmilch y sus desoladoras e inhumanas tablas. Determinar si Nínive tiene más o menos habitantes que Londres es una tesis árida y superflua –heurística y carnalmente hablando-, la epistemología estadística es un balbuceo y no dice nada bien dicho, para Süssmilch la “imbecilidad” de los niños (esa indeterminada brecha, según él, de la que escapamos siendo jóvenes) guarda una robusta relación con la pestífera propensión a la mortalidad de los ninivitas, su tamaño queda en segundo plano:

“Nínive puede bien haber igualado en habitantes a la ciudad de Roma. Por la extensión y el espacio que ciertamente ha sobrepasado, y sin embargo, en el presente apenas podemos determinar su emplazamiento, tan poco como el de la antigua y grandiosa Babel”.

Desconozco –y no es el propósito de estas líneas- si la percusión tras bambalinas proviene del ritmo crepitante de un dios malabarista, pero es plausible afirmar que su sola posibilidad ontológica constituyó el influjo de Süssmilch, un ritmo veterotestamentario, el ritmo aritmético, bíblico y político que tranquiliza a los insensatos más ávidos, que procuran hallarle justificación a las Veränderungen. Como Süssmilch o como el infame Thomas Malthus.

“Las interesantes tablas de mortandad de Süssmilch, que comprenden periodos de 50 o 60 años, manifiestan claramente que todos los países de Europa están sujetos á progresos periódicos de años mal sanos que se oponen al acrecentamiento de su población”, dice Malthus en el capítulo XIL (sic), Efectos de las epidemias en los registros de los nacimientos, matrimonios y defunciones. “Pocos son también los que se eximen de esas grandes pestes desastrosas que arrebatan quizá una o dos veces durante un siglo la tercera o cuarta parte de sus habitantes”, continua diciendo pesimistamente aséptico Malthus.

Le importa saber al pastor, que las variaciones en la relación de los nacimientos con las muertes que se han verificado en diferentes épocas durante la serie de los 64 años que comprende la tabla [de Süssmilch] signifiquen que la población se duplicaría cada 20 años, aún con una mortalidad normal (4/36). Pero si se analiza el período entero de 64 años, no se duplicará la población en menos de 125 años.

En la segunda hipótesis Malthus celebra las pestes, para él son solo un aliado de la abundancia relativa, al mismo nivel de la frugalidad, la eugenesia y la guerra; una homónima saeta selectiva, heroína de los más profusos remanentes y las sobras. Hablamos de un impertérrito equilibrio aderezado con determinismos mesiánicos que subvierten la naturaleza del mal sobrevenido:

“En vez de recomendarles limpieza a los pobres, hemos de aconsejarles lo contrario, haremos más estrechas las calles, meteremos más gente en las casas y trataremos de provocar la reaparición de alguna epidemia”.

El hambre es, irónicamente, una necesidad de pervivencia; Malthus cuenta 254 grandes hambres precedentes a Cristo, empezando por la sufrida por Palestina en la época Abrahámica, que promedian una hambruna por cada 7 años. El mundo de la inaprensible memoria malthusiana es, claro está, más estrecho que el nuestro.

No se sonroja, no pretende excusarse, su justificación radica en la más eximia determinación mitificante, dice que la historia de todas las epidemias confirma la opinión de que las causas de la mayor parte de las enfermedades están muchas veces tan ocultas a nuestra vista, que sería una temeridad querer reducirlas a un mismo origen, sin embargo inmediatamente vuelve a su llamado y dice:

“Mas no lo sería tanto afirmar que es preciso contar entre ellas el hacinamiento de hombres en sus habitaciones y un alimento malo y escaso; porque esto es el efecto natural de un acrecentamiento de la población más rápido que el de las habitaciones y subsistencias”.

Para él esto reafirma el pensar que las epidemias hacen estragos entre las clases más ínfimas del pueblo: un gran número de epidemias siguieron a las épocas de escasez. Una aseveración cuya circularidad evitó que Marx la compartiera.

Malthus tendría nunca, una revancha frente a la infamia. 

Un ciertamente no tan feliz poema de Hans Magnus Enzenberger, con traducciones verdaderamente aún más infelices recuerda, entre otras cosas, las diferencias entre Malthus y Süssmilch, las cuales se reducen al asunto del determinismo: al primero no le convencían (dice Magnus) las referencias al origen divino en la evolución de la estirpe humana, que en cambio eran profusas en el segundo.

Tampoco podemos decir que su exactitud lo redime, Malthus sabe que algo crece desmesurada e inalcanzablemente, que nosotros corremos tras ese algo y encontramos un despeñadero que incongruentemente perpetua nuestra existencia so previo pago del entrópico diezmo; especula que hay algo que aumenta sin cesar, Malthus sabe solamente que crece el crecimiento. 

Quisiera pensar que nuestra avara propensión por consumir profecía, no hedónicamente, no catarla sino tragarla con gula y megalomanía, muere con la muerte o muere en el olvido, pero seguimos intentando modelar nuestras ambigüedades recreando los oráculos más inhumanos y más fríos. 

Jevons, nos recuerda Gary Becker, pronosticó que el precio del carbón aumentaría con la escasez y, al contrario, el precio real del carbón en Gran Bretaña apenas aumentó marginalmente desde 1870 a 1970. Charles Maurice y Charles Smithson dedicaron largas páginas a recordarnos que la mentalidad de crisis (The Doomsday Myth) no se circunscribe solamente al pensamiento decimonónico.

Nos encontramos en el punto culmen en el que muy poco tiene para decir la ciencia económica sobre las predicciones epidémicas; menos, quizá, que la religión. David Bloom y David Canning de la Universidad de Harvard resueltamente se arrogan haber concluido en sus investigaciones que

Having money and living in a prosperous society protects individuals against health setbacks in general and epidemics in particular”.

Una grosera obviedad que se complementa con una imbecilidad (en el sentido malthusiano) aún más grande de su parte: “when we include the value of human life in the cost, it becomes clear that epidemics are extremely costly (…). Globally, long term vulnerability to epidemics may decrease as development standards rise, but a more highly interconnected world may actually promote the occurrence of infectious disease epidemics”, dicen. 

Si tuviésemos que extraer algo, sería quizá la transversal llamada a la rápida acción “Principiis obsta; sero medicina paratur cum mala per longas convaluere moras” (Detenerlo al inicio; es demasiado tarde para la Medicina para estar preparada, cuando la enfermedad se ha fortalecido por la inacción) decía Ovidio.

Similarmente, recordemos, Oedipus Tyrannus inicia con la epidemia que asolaba Tebas; no era la peste sino la tímida incapacidad de sus liderazgos. Cuestión incidentalmente irónica.

La catástrofe solo se puede evitar con la contracepción selectiva, exculpable, que nos deja con un propagandístico grito ahogado en la garganta: ¿¡a quién reclamamos!? Sugiere cínicamente Malthus. 

Hallaremos la sombra de su infamia si damos un paso atrás.

El más cándido de todos los profetas del Doomsday Myth  recibía cada día con el té los panecillos de manos de la misma lozana mujer, con la que religiosamentefornicaba una vez al mes.

LUIS CARLOS OLIVARES

luigyom@hotmail.com