Credo económico y equidad étnica: ¿comenzar de nuevo o repetirlo todo?

1. Un credo.

La economía, una producción humana tan difusa, tan susceptible a las amalgamas y a las cachetadas, tan entregada al yerro y a la servidumbre de la semantización de su autoarrogada condición científica, es fundamentalmente un paradigma que debe estar siempre al servicio del género humano. Nunca al contrario.

La economía, tan lúgubre y tan infame, lo es más cuando por oficio de la costumbre vomita datos desarraigados del espíritu humano; cuando pletórica de incesantes ajenidades, barroquismos y gajes inconclusos de la teoría se vuelve un instrumento de entropía, la economía es depresión y proscripción.

Nunca antes, tanto como ahora, todos nuestros esfuerzos deben ser enfrentados franca y determinadamente al más lucido criterio de humanidad, debemos preguntarnos si somos capaces de sostenerle la mirada firme y sin sonrojo, a los desposeídos, a los diferentes, a los migrantes, a los afrodescendientes, a las mujeres, a los que trabajan, a los que sangran, a los que recitan letanías sin esperanza, a los que nacerán y morirán en la pobreza extrema, a los que padecen y no saben lo que padecen, a los demasiado jóvenes, a los demasiado viejos... a los otros y a los demasiado humanos.

Pero sobre todo debemos someternos al más duro examen de conciencia frente al espejo, cuestionarnos si la cadencia de nuestros tiempos responde al límbico ritmo del plástico elogio de lo irrelevante o a la marcha incontestable de lo cruento y lo real; si las licitudes de nuestros brevísimos caprichos han valido la pena, si nuestros pilares logran sostenerse ante el violento azote de lo esencial.

2. Un sistema.

Para 1918, cuando la Primera Guerra Mundial apenas y aspiraba a un final, la Oficina de Estadísticas Laborales de los Estados Unidos publicaba un reporte denominado “El Progreso Económico y Social de la Población Negra” (así citado por Fein y Michelson en “Condiciones Sociales y Económicas de los Negros en Estados Unidos – Una crítica; publicado en el Washington Post el 14 de enero de 1968), que hacía una revisión extensiva del estatus y tendencias de los “negros”; los autores concluyeron que “habían alcanzado mucho progreso”, por supuesto tal aseveración era artificiosa y sesgada, la desigualdad era rampante y evidente.

Un año después una serie de disturbios asociados a reivindicaciones raciales sucedieron en las principales ciudades norteamericanas.

En 1944, más de un cuarto de siglo después, y cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, la Comisión Carnegie publicaba una nueva revisión sobre la situación general de la población afroamericana: “Un dilema Americano: El problema del negro y la Democracia Moderna”. Esta revisión fue aún más optimista que su par de 1918, sin embargo, con ocasión de la reimpresión de la obra, el autor, Gunnar Myrdal, decía: “La conclusión más importante de mi estudio era, sin embargo, que el periodo de más de un cuarto de siglo durante el cual no ha habido algún cambio fundamental sobre el tema [de la situación de la población afrodescendiente], se está acercando a su final. (…) Ni siquiera desde la época de la Reconstrucción ha habido más razones para anticipar cambios fundamentales en las relaciones raciales”.

Para 1967, nuevamente un cuarto de siglo y dos guerras más tarde, la célebre Oficina de Estadísticas Laborales de los Estados Unidos, publica el no menos célebre reporte “Las Condiciones Económicas de los Negros en los Estados Unidos”. Virtualmente contenía la misma retórica deleznable.

Lo cierto es que, aún cuando desde 1918 las relaciones raciales en Estados Unidos han sufrido cambios sustanciales en aspectos políticos, a despecho de estas “ganancias”, la sistemática subordinación de un grupo humano por sobre otro, sigue siendo un problema mayúsculo: 

Para 1978 la renta media de las familias afrodescendientes representaba apenas un 57% de la renta de las familias blancas. Siendo este el mismo nivel de renta media desde 1950 y notablemente similar al nivel que se mostrara en 1900 (Según La Oficina Estadounidense de Censos, en su reporte “Ingreso Familiar y Personal en los Estados Unidos; para los estimados de los años 1900, remitirse a las tablas de Roger Ramson y Richar Stuch en “Crecimiento y Bienestar en la América del Sur”, en Exploraciones en Historia Económica, de enero de 1979).

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Una nada despreciable cantidad de estudios económicos de la década de los 70, considera que este período representó un punto pivote para los esquemas de desigualdad, lo cual se debe principalmente a los cambios en el mercado de trabajo, sobre todo con respecto al empleo femenino.

Pero, a pesar de estos cambios –discutibles-, la diferencia en la distribución “racial” del ingreso persistió en términos inhumanos, las tendencias de largo plazo son concluyentes al demostrar que el ensanchamiento de la diferencia fue casi nula en un siglo.

Esto se refleja, por ejemplo, en los indicadores de esperanza de vida, como aproximaciones y criterios de comparación de bienestar:

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Las diferencias raciales en la graduación universitaria se han mantenido grandes en los Estados Unidos durante este periodo, de forma consistente en términos temporales. Mientras que tanto blancos como negros aumentaron sus tasas de graduación universitaria de 1990 a 2009, una brecha racial de 10-11 puntos porcentuales persistió durante ese período. Para 2009, el 29.9% de los blancos eran graduados universitarios, en comparación con el 19.3% de afrodescendientes graduados

3. Inequidad racial actual y COVID.

En 120 años los niveles de inequidad en el ingreso siguen permanentemente demostrando diferenciales, sobre todo si nos referimos a las discrepancias entre el ingreso de los hogares, lo cual podría ser un corolario de la pasmosa concentración de la riqueza en los Estados Unidos.

Las personas de color son una parte desproporcionadamente grande, entre los trabajadores esenciales y de bajos salarios que han tenido que seguir trabajando en plantas procesadoras de alimentos, supermercados y otros lugares, a pesar de los riesgos para su salud, la mayor cantidad de movilidades precarias durante la pandemia ha sido ocupada por la población afrodescendiente. 

También se han enfrentado a las tasas más altas de mortalidad y desempleo relacionadas con la crisis de Covid-19: la cantidad de personas afrodescendientes en los Estados Unidos que ha muerto por COVID es el doble de la cantidad de personas de otras ascendencias, representando una tasa de 55 muertes por cada 100 000 habitantes.

De acuerdo con el reporte “División Racial de la Riqueza”, la familia media negra, con un ingreso de poco más de 3500 USD, ostenta solamente cerca de un 2% de la riqueza total que está en manos de la familia promedio blanca. Es decir, que una familia blanca tiene hasta 42 veces más riqueza que una familia negra.

Durante el año 2018, de la totalidad de los CEO de la lista Fortune 500 que ganaban más de 15 millones USD en promedio, solamente 4 eran negros. En contraste, estos grupos constituían el 44.1% de los trabajadores estadounidenses que se beneficiarían de un aumento en el salario mínimo federal a 15 USD por hora para 2025.

Por supuesto, podría seguir con una lista que parece interminable de datos que demuestran que la inequidad racial no es solamente un fantasma, como han querido argumentar algunos. Por el contrario, es una condición sistémica tan palpable y fuerte como el patriarcado, como la desacumulacion originaria o las diferencias en la distribución de la riqueza. Los datos son aún más groseros si pensamos en términos desagregados, por ejemplo en la deuda media al graduarse de las mujeres afrodescendientes, que es de 30 400 USD dólares en promedio, comparada con los 22 000 USD en promedio de las mujeres blancas y los 19 500 USD para los hombres caucásicos.

O los alarmantes niveles de pobreza en que están sumidas y a los que son especialmente susceptibles las mujeres negras: un 20% vive con una pluralidad de necesidades insatisfechas, diariamente.

4. La esterilidad del dato.

El dato en sí, el análisis sistémico es estéril y se precia inútil si no consentimos que es un medio, no un fin, para la denuncia preclara y diáfana de las ínfimas condiciones en las que están sumidos ciertos grupos humanos, en pleno siglo XXI.  Reitero: nunca antes, tanto como ahora, tenemos la oportunidad de mentirnos menos, de minar el sistema de valores sanguíneo, antropofágico y entrópico sobre el que se han asentado las bases de este espejismo que llamamos progreso humano.

La economía (si, en minúscula) no puede ser el centro único de imputación y referencia de nuestras más aventuradas aspiraciones, seremos siempre ese iluso germen que pervive autoengañado, considerándose evolutivo, cuando en realidad el detrimento de nuestro espíritu es palmario. Hoy todos somos menos humanos y más cifras, hemos dotado de una relevancia excesiva a las cosas prescindibles y nuestra oprobiosa naturaleza ha mostrado sus verdaderos colores en medio de esta pandemia.

Es momento de regurgitar nuestros atavíos, de vestir la desnudez y comenzar de nuevo.

LUIS CARLOS OLIVARES

luigyom@hotmail.com