A propósito de The Social Dilemma
KEVIN ARIAS
Corre la segunda mitad del 2019. Son aproximadamente las 10 de la mañana de un lunes cualquiera. El profesor Siles se sienta a la mesa mientras la clase se llena de a poquitos. El olor a café comienza a colmar el cuarto gris, tan vivo como la soledad de un laboratorio de cómputo. Nos miramos; nos saludamos. Nos delata la cara de fin de semana. Siles lanza una sonrisa y desbloquea su computadora. Iniciamos.
Si es usted una persona que se deja llevar por primeras impresiones, podría fácilmente concluir que aquella era una clase tortuosa y elefantiásica. Se equivoca, estimable lector. Hacia finales de 2019, con ocasión del curso universitario de Comunicación y Tecnología, un grupo de poco menos de 20 estudiantes -junto con el profesor Siles- discutíamos preocupados el avance de un patógeno que habita un mundo binario. Se trata de la tecnología: la dictadura del “uno” y el “cero”.
Abordamos a lo largo de 16 semanas una enciclopedia de teorías y conceptos que a grandes rasgos se atrevió a diagnosticarnos como unos adictos sin causa. La dependencia, para algunos al borde de convertirse en una relación enfermiza y obsesiva, evidenciaba que nuestros teléfonos y dispositivos móviles no se alejaban demasiado de las características de una droga cruelmente diseñada para mantenernos en un delirio abstemio por ausencia de dopamina.
Dicho lo anterior, la reciente aparición de The Social Dilemma en la también controversial Netflix despertó en mi memoria las retorcidas imágenes que Black Mirror o la película Ex Machina nos presentaban como una lejana e improbable distopía. Sin embargo, la realidad que nos gobierna se asemeja cada vez más a una peligrosa cárcel cibernética, en una red que paradójicamente nos acerca para alejarnos de nosotros mismos. Y que nos estruja como sardinas enlatadas, que desesperan mientras se ahogan en un mar de likes y falsa aprobación.
Cuando revisábamos textos y nos indigestábamos con horas de videos inverosímiles, el profesor intentaba que amarráramos nuestras preocupaciones alrededor de dos conceptos: la googlización de todo y el colonialismo de datos. A partir de ambas definiciones podría construirse la sinopsis de este docudrama, radiografía de una sociedad que (sin saberlo) perdió su propio rastro en un laberinto algorítmico.
La googlización, neologismo de pronunciación incómoda, resume nuestra ciega confianza en un buscador al que adivinamos inofensivo; y al que acudimos con la devoción de un alegre feligrés. A Google le hemos confiado el detalle más ínfimo e insignificante de nuestras vidas. También le hemos hecho preguntas y comentarios que nuestra conciencia difícilmente se confesaría a sí misma. Hoy Dios está celoso.
La omnisciencia de Google se suma a su sutil pero eficaz penetración, digna de un mal epidémico que las más ruinosas pestes podrían envidiar. Pero no nos engañemos. Tampoco caigamos en señalamientos hipócritas. Las bondades del elegante y sobrio buscador, concebido entre telarañas de código a las faldas del Sillicon Valley, ha conseguido que nuestra existencia transcurra con menos desidia. Y de paso, junto con Facebook, Amazon y Twitter, ha conseguido borrar la palabra “aburrimiento” del diccionario.
El inconveniente, según plantea The Social Dilemma, es el precio que pagamos por esa inyección de serotonina, la que por un breve instante navega nuestros canales sanguíneos y nos dibuja una sonrisa muy a pesar de nuestro amargo abandono.
La suscripción, a la que nos abonamos como si de una moda se tratase, la costeamos con nuestros datos. Sí, esa palabra tan ambigua, con olor a números; a ratos tan vacía y extraña. Finalmente, de nuestros bolsillos sale información personal: temores, aficiones, familiares, amigos, filiación política, residencia, entre muchos otros.
Todos los días alimentamos a Google, Amazon y las redes sociales con más detalles de nuestras vidas. Detalles que las empresas manosean, trafican y explotan para seguir ganándose un bien intangible: nuestra atención. Las cerca de tres a cinco horas que permanecemos estrábicos frente al teléfono suponen la materia prima de una industria que nació a inicios de la década de 1980. La aparición de la internet, entorno anárquico y enigmático, descubrió una tierra virgen y peligrosamente fecunda: la virtualidad. Google ha sabido gobernarla con la delicadeza y sabiduría de un ajedrecista.
Como maestros titiriteros, Facebook, Twitter y compañía hacen bailar los hilos entre sus manos. Compiten por nuestro tiempo para arañar la más residual migaja de información. Su trabajo, incansable como el de una termita que devora la madera en silencio, en algún momento a alguien se le ocurrió calificarlo como colonialismo de datos.
De esta forma, el ser humano se convierte en mercancía. Su huella virtual se prostituye y se vende al mejor postor. Pero ignoramos, lamenta el documental, la importancia detrás de cada click, scroll o interacción con los estímulos que actúan en nosotros con un efecto anestésico.
Solo a algunos cuantos paranoicos les preocupaba el propósito que podría llegar a cumplir esa abrumadora cantidad de datos. Quienes desde el principio fueron suficientemente escépticos, no se sintieron demasiado sorprendidos cuando estalló el caso Cambridge Analytica y vieron tambalearse al fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, mientras negaba que la red social hubiera interferido en las elecciones presidenciales estadounidenses del 2016.
Aquel día, el Senado norteamericano y el mundo entero descubrieron su inocencia. La mayoría, como si de Adán y Eva se tratase, se avergonzó al verse desnuda y a merced de un puñado de empresas que se gana la vida lucrando con la privacidad de millones de adeptos.
De pronto, los más alarmistas se adivinaron en una sociedad apocalíptica, a escala de grises, con el relato de Orwell en el recuerdo. No solo importa cuánta influencia tenga en nuestras compras, el tiempo que destinamos a marearnos con videos o a husmear en la vida de los demás.
El debate sobre el impacto de la internet, dimensión abstracta e incompatible con nuestras seniles jurisdicciones, adquirió relevancia cuando demostró su capacidad para influir en las decisiones políticas de las personas. Y cuando evidenció que las instituciones y procesos democráticos podían llegar a ser inútiles, falsos y mentirosos.
Vendimos nuestras almas a cambio de entretenimiento, el opio de una generación que se abstuvo de leer los agobiantes “Términos y condiciones”. La nueva normalidad es una pintura en la que una persona camina sonámbula con su cabeza enterrada en un aparato de aluminio.
Nuestro teléfono nos monitorea; nos vigila a cada instante. Cuando Orwell escribió 1984, la retorcida dictadura de Francisco Franco inspiró el aroma de su novela. Aquella era una sociedad vigilada y vigilante. Y ahora, la pesadilla de repetir un escenario como el que alimentó a aquel régimen de control absoluto, parece cada vez menos improbable.
En los últimos tiempos, el gobierno chino ha replicado ese patrón de forma más alevosa a través del desarrollo de aplicaciones que reemplazan a Google y las redes sociales. Otras naciones, como Estados Unidos, cada día nos vuelven menos anónimos y más predecibles.
La complicidad de Facebook y compañía nos han colocado al borde de una tiranía que se rige bajo las leyes de la informática. Algunos meses atrás, y como si de un macabro augurio se tratase, me encontré frente a YouTube observando un video de la BBC Mundo.
En aquel instante escuchaba a Adam Schwartz, abogado a quien su mirada y palabras lo hacían ver nervioso y tremendamente contrariado: “Existe una gran preocupación de que cuando los gobiernos obtienen nuevos poderes en una crisis, los gobiernos nunca devuelven esos poderes, incluso después de que la crisis termina”, dijo en alusión al manejo de los datos en medio de la pandemia por coronavirus.
De repente, todo cobró sentido. Vinieron a mi memoria los diálogos universitarios, los textos robustos y las imágenes de una clase con caras largas e impotentes. Y allí estaba yo, sosteniendo el teléfono en mi mano. Ironía.
KEVIN ARIAS
Periodista