Del fútbol y otros demonios
KEVIN ARIAS
“El fútbol es la más importante de las cosas que no son importantes”, dijo Jorge Valdano, ex campeón del mundo argentino en México 1986. Por eso no extraña que un país se detenga y se convierta en un puño apretado que llora –grita- la muerte de un ídolo de barro, de esos que gustan al pueblo, al vulgo, a la calle.
Finalmente, el fútbol es (o era) eso: un niño que corre tras una pelota por el simple placer de patearla. Y sí, qué tonto juego. Qué absurdo devenir. Si nos remontamos a otro tiempo, escucharíamos a Jorge Luis Borges apelar furioso que “el fútbol es popular porque la estupidez es popular”. Pero el reino de los cielos pertenece a los niños. A los ingenuos. A quienes celebran un zigzagueo diabólico que recorre el campo e hincha las redes. Y Borges, quien era un ateo confeso e inquebrantable, probablemente no lo entendería. Así de fácil. De todos modos, la felicidad humana siempre se ha solventado con nimiedades, eventos efímeros, gestos fugaces.
El fútbol nuestro de cada día
Gambeta, regate. El baile en una baldosa y la violenta pasión del potrero donde el chico se hace grande y el grande se hace chico. Ese es el fútbol nuestro de cada día, el regalo de los ingleses para los gentiles.
Desde las frías costas europeas viajó la pelota y llegó a las cálidas manos de las gentes del Sur. Bastó que el fútbol atravesara el Atlántico para que un niño negro, hijo de la esclavitud y el colonialismo portugués, conquistara la corona de un deporte que no le pertenecía, pero del que se volvió un rey precoz, tirano y piadoso al mismo tiempo. Ganó tres mundiales. Los brasileños, pueblo que amaina el dolor del despojo con la dulce caricia de su idioma, le llamaron Pelé.
Cuando Edson Arantes do Nascimento dijo basta, la pelota quedó huérfana. Pelé había democratizado el fútbol. Lo gobernó con carisma y prudencia hasta que apareció un genio rebelde e irreverente; un ángel caído. El único hombre capaz de bailar tango con las agujetas sueltas, a veces descalzo, otras tantas a ciegas: Diego Armando Maradona.
Qué nombre resonante, estridente. Varón de semblante napoleónico. Bajito, 1,68 m, rostro de náufrago, carácter indomable. Llegó con los Evangelios bajo el brazo para profetizar un porvenir glorioso. Segunda estrella en el pecho, del lado del corazón. Si Brasil, de la mano de Pelé, Garrincha, Bebeto y otros convirtió el fútbol en un asunto de interés público, la Argentina lo ascendió a carácter divino.
“En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no de equipo de fútbol”, escribió Eduardo Galeano, autor clarividente y futbolero patológico. Uruguayo, en todo caso.
Diego Armando Maradona. Fútbol. Dueño de nadie; deudor de todos. Para algunos, el mejor y más prodigioso futbolista de todos los tiempos. Bandera de un país, emblema de una cultura y sumo sacerdote de una iglesia que se congrega para gritar “gol”.
Diego y Maradona; Maradona y Diego
Murió Maradona hace poco más de una semana, a mediodía de un aciago 25 de noviembre, a pocas semanas de haber cumplido 60 años. Escribe Florencia Angilletta en Le Monde que al Diego lo reclaman desde todas las latitudes. Pero –afirma- Diego no es de nadie. Y haríamos bien en creerle.
La figura de Diego Maradona es patrimonio universal. Su historia –que deseáramos se limitara a su zurda exquisita- forma parte de la cultura, esa palabra tan manoseada por antropólogos y sociólogos, que no por señalar lo evidente dejan de desnudar un juego que absorbió la religión para convertirla en una doctrina pagana. Los dioses meten goles y ganan campeonatos del mundo.
Maradona y fútbol. No serán homónimos, pero quizás algún día las academias lingüísticas se atreverán a juntarlas como dos palabras con significados idénticos. Y el fútbol –y también Maradona- abandonó hace tiempo su origen primigenio. No es un juego simplemente. Es un hecho social total. Atraviesa la economía, la política, las charlas de domingo. Y sí, también es arte.
Porque es poesía; porque, como decía Galeano, es la música del cuerpo. Es un lienzo perfecto que nace de la improvisación; un cuadro que se pinta con el movimiento de las piernas. También es religión. Es la creencia en lo metafísico, en encumbrar al Monte Olimpo a algún genio loco que gambetea medio equipo y grita gol con su clérigo. Para quienes alguna vez jugamos a la pelota, no nos parece descabellado mirar al Diego como un tótem, un artista excelso.
Tanto dentro como fuera de la cancha, Maradona siempre dio la impresión de coquetear con la épica. Vivía de milagro en milagro. Cuando parecía trastabillar… enganche. Si lo molían a patadas y golpes, de nuevo de pie… cuando conseguían siquiera tocarlo. El “Diez” abrió su particular Mar Rojo cuando regateó a medio equipo inglés e hizo que la guerra de las Malvinas pareciera apenas un borroso disgusto.
Caminó por las aguas en Nápoles, equipo sin alma ni espíritu, hasta que el Diego sopló vida al Sur. Ese Sur tan geográfico como metafórico, porque Diego -y no Maradona- fue Bolívar, enemigo del status-quo; y cómplice de los pobres, que buscaban –buscan- su lugar entre los ricos del Norte.
D10S hecho hombre
Narra Galeano en El fútbol a sol y sombra que Maradona se apartaba de Diego en las fiestas tristes. Y así, Diego olvidaba a Maradona y Maradona ignoraba a Diego, en una suerte de homenaje a la accidentada relación entre Dr. Jekyll y Mr. Hyde. “Con Diego voy hasta el fin del mundo, pero con Maradona no voy ni a la esquina”, sentenció Fernando Signorini, un amigo suyo.
Valdano también se refirió a su compañero en México ’86 como un personaje atormentado por su propia dualidad. El Diego fue amigo de la droga, el licor y la noche. Robó-mintió-golpeó. Mujeriego, de moral cuestionable. “El más humano de los dioses”, resume Galeano. Un dios tramposo, que de vez en cuando aparecía con las manos sucias y que siempre hizo lo que le dio la gana. Por eso –y a pesar de eso-, la anónima multitud lo quiso y lo perdonó. La gente se reconocía en Diego, en sus vicios y sombras, en ese espejo de imágenes perversas.
Se le podría comparar con los dioses en los que creía Homero: malvados, retorcidos, asquerosamente humanos. “No me importa lo que hizo Maradona con su vida, me importa lo que hizo con la mía” reza una pancarta en Buenos Aires. Pero Diego nunca pudo escapar de Maradona, por más que se tape el Sol con una pelota. Su castigo fue la fama, a la que jamás llegó a gambetear. El éxito le estrujó la vida y las piernas. Y se acabó el idilio, la embriaguez romántica que provocaba en sus feligreses.
Diego cometió la osadía de ser el mejor. Como Prometeo, cayó en la insensatez de morder la mano que lo había sacado de la miseria y le había permitido exhibir sus malabarismos, dignos de un acto circense. El dinero, droga aún más feroz, adictiva y devastadora que cualquier polvillo blanco, se comió a Maradona y convirtió al fútbol en una fábrica de piernas. “Ningún cosmonauta alcanza hoy día la popularidad de un gran deportista”, analiza Marc Augé.
No habrá más penas ni olvido
Coincide la caída de Diego con el desplome de los estadios, que de a poco pierden la furia que los asemejaba a los coliseos romanos, los que albergaban miles de almas locas desgañitadas por su Armagedón dominical. Tampoco el peregrinaje es el mismo. Son muchos los espectadores y pocos los protagonistas.
Casi no quedan carasucias. Escasean los adictos a la libertad, los que igual te dibujan una obra de arte o te roban la billetera con un gol ilegal. Diego era eso: un dios que no conoció ateos. Conducía con una cadencia prodigiosa; parecía correr entre algodones. El inverosímil movimiento de su cadera cortaba el paso del viento. Maradona, Maradona… delicadeza endiablada, ráfaga mortífera. Un cuchillo que corta la mantequilla.
A su lado, la pelota se resistía a cometer el suicidio de ser abandonada. Y su pierna izquierda se negaba a cortar el hilo umbilical que los hacía una sola cosa.
Murió Diego Armando Maradona el 25 de noviembre de 2020. No lo dirán las autopsias. Lo callarán los forenses. Pero la verdad es que Diego murió a manos de Maradona. Bendita ignorancia la de Bilardo, acaso el único mortal que podría negar su desaparición. La única persona que sería capaz de echar a andar la máquina del tiempo y quedarse suspendido ahí, en el mundo que ya no existe, pero que todos añoramos; en el que podríamos ver a dios galopar el campo.
Luego -sí, luego-, nos daríamos cuenta –como Bilardo- que nos cortaron el cable. Y Diego, que por fin pudo escapar de Maradona, finalmente se uniría a sus padres en el silencio eterno. Mientras tanto, Gardel y Soriano le dedican un último tango: “Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver, no habrá más penas ni olvido”.
KEVIN ARIAS
Periodista, escritor