A 30 años de la caída del muro de Berlín
DAVID DÍAZ ARIAS
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En su libro Einstein's German World, el distinguido historiador Fritz Stern (1926-2016), alemán que huyó del nazismo y se radicó en Estados Unidos, relata una anécdota que le ocurrió en Berlín occidental en abril de 1979. Dice que el filósofo Raymond Aron (1905-1983) y él se dirigían hacia una exhibición que conmemoraba el nacimiento de Einstein, Max von Laue, Otto Hahn y Lise Meitner y pasaron cerca de plazas que Stern recordaba de niño y que ahora habían desaparecido por las bombas de la Segunda Guerra Mundial; les llamó también la atención ver las grandes mansiones de alguna vez honorables señores y señoras reducidas a pedazos. Siguieron caminando y ambos permanecían callados; Aron se detuvo al cruzar una calle, se volvió hacia Stern y le dijo: “este pudo haber sido el siglo de Alemania”.
Lo dicho aquella tarde de 1979 por Aron resuena en cualquiera que conozca, al menos un poco, la historia de aquella nación europea, cuyo cimiento fundamental de unidad radicó en el proyecto afirmado por Otto von Bismark de forma tácita en 1871. La unificación alemana triunfó muy rápidamente y alentó movimientos nacionalistas que encontraron un terreno fértil para crecer luego del final de la Gran Guerra (1914-1918). El Tratado de Versalles (1919) hizo varias modificaciones territoriales a Alemania y limitó el crecimiento y desarrollo del ejército alemán reduciendo sus tropas a 100,000 efectivos y 4,000 oficiales. Para los nacionalistas alemanes, aquella afrenta tenía que ser reparada y en ese reclamo hunde sus raíces el origen de la Segunda Guerra Mundial.
Una vez finalizada la tormenta terrible de aquella guerra, resurgió el llamado “problema de Alemania”. ¿Qué hacer con aquella nación? Para Stalin y la Unión Soviética era muy claro el panorama: Alemania debía permanecer dividida y debía pagar la reconstrucción de los países de Europa del Este, comenzando con la URSS. Para los Estados Unidos y los aliados occidentales, esa solución solo favorecía el deseo expansionista ruso y por eso apostaban por una Alemania que se levantara rápidamente de las ruinas de la guerra. Ya en julio de 1946 los estadounidenses y los británicos comenzaron a integrar sus territorios ocupados en Alemania (un 60% del territorio de ese país) y ya para septiembre de 1946 alentaron un discurso de unidad alemana.
Pero la URSS no estaba dispuesta a dejar ir Alemania. En términos de fronteras, la URSS eliminó Prusia y creó la Administración Militar Soviética de Alemania. En 1946 las autoridades de la URSS ya hablaban de la “vía alemana al socialismo” y en 1948 establecieron un bloqueo sobre Berlín occidental. La reacción de Occidente fue también tajante: el 9 de abril de 1949 se creó la OTAN y el 23 de mayo de 1949 se fundó la República Federal Alemana. Unos meses después, el 7 de octubre de 1949, la URSS creó la República Democrática de Alemania (RDA) y en mayo de 1955 se firmó el Pacto de Varsovia. Eran los años de mayor tensión de la Guerra Fría y los enfrentamientos entre Moscú y Washington volvieron otra vez a Berlín escenario de una segunda crisis, que llevó al levantamiento del Muro de Berlín en 1961.
De esta forma, la división de Alemania pasó a representar la división del mundo en esos supuestos dos modelos ideológicos en franca oposición: el mundo de la OTAN y el mundo del Pacto de Varsovia. Berlín se convirtió en el cerco de esos dos mundos, donde caía la cortina de hierro de Churchill y se reproducían más fácilmente los estereotipos de uno y otro bando. Es cierto que otros espacios pasaron a simular esa división: las dos Coreas y los dos Vietnam, por ejemplo, pero la división geopolítica de Berlín fue el ícono de la frontera entre esos dos mundos. El muro expresaba también la política cultural estalinista de no contacto con Occidente, donde supuestamente los revolucionarios se contaminaban de los anhelos y deseos burgueses y corrompían su espíritu socialista. El muro, así, era la expresión de una división presentada en términos de buenos y malos, de capitalistas y socialistas, de los alemanes libres y prisioneros. Por eso, cuando cayó en noviembre de 1989, el derrumbe del muro de Berlín fue la antesala del desmoronamiento del mundo del socialismo realmente existente y de la utopía que alguna vez representó.
Contrario a la división de Corea, la de Alemania no fue fulminante de los lazos culturales que sostenían juntos al este y al oeste de esa nación. Willy Brandt lo resumió bien con su frase: “a partir de ahora, lo que es parte de una misma unidad, crecerá como una sola unidad”.
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La caída del muro se convirtió rápidamente en la metáfora del fin del mundo del socialismo realmente existente. Entre 1989 y 1991 la URSS se desintegró en un acontecimiento rápido y no planificado. La crisis económica que vivía la URSS se agudizó por efecto de la perestroika entre 1986 y 1988. El Partido Comunista Soviético estaba débil y más bien las estructuras que habían crecido lo resquebrajaron. Las fuerzas que amarraban al Estado soviético aminoraron y crecieron las que se le oponían hasta fracturarlo. Así que después del fallido golpe de Estado en 1991, la disolución de la URSS se produjo mostrando todas las debilidades de aquel experimento. Por doquier, inmediatamente, aparecieron los profetas que se aventuraron a predecir que la caída del muro era la señal de que el mundo se volvería uno solo.
El más famoso de esos profetas fue Francis Fukuyama, quien inmediatamente al colapso del muro propuso su tesis, basada en Hegel, del final de la historia. Su idea central era que la historia, entendida como proceso de transformación social, había llegado a su fin. En su visión, la historia ya había llegado a su punto último con el capitalismo como sistema económico y en la consolidación de la visión de democracia occidental. Por supuesto, esa fue la época de los convertidos y los restaurados, que pasaron de ser marxistas y socialistas a condenar ese pasado. La crisis de las izquierdas se vivió por todas partes, en una década de 1990 que vio la concretización de la reforma neoliberal en diferentes partes de Occidente. Incluso los partidos socialdemócratas profundizaron su reforma interna en todas partes, apostando ya no por un estado fuerte, sino por el libre mercado y la competencia como vía de promoción de los servicios de salud y educación entre otros. Sin duda, la caída del muro de Berlín se utilizó en Occidente como evidencia de que las izquierdas, tanto las radicales como las reformistas, eran poco menos que grupos muertos.
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Pero, a pesar de la caja de resonancia que tuvo la idea de Fukuyama por todas partes, algunos se negaron a creer en esos cantos de sirena; una de las críticas más agudas fue la que hizo el historiador británico Christopher Hill en la revista History Today, donde señaló que: “La muerte del marxismo, como el fin de las ideologías y el fin de la historia proceden de las ilusiones de los académicos que creen que su sociedad ha de ser eterna porque les resulta cómoda. Pero tal vez los habitantes del tercer mundo no estén tan seguros de que la historia se haya acabado”.
Ciertamente, el presente de Europa y Estados no era similar al de los países que permanecían en lo que se llamó Tercer Mundo. De hecho, los conflictos no habían acabado, la democracia no se había extendido y las contradicciones de la economía capitalista de mercado no habían resuelto ni la pobreza, ni los distintos problemas sociales, multiculturales y de género, que entre otros muchos aun persistían.
La caída del muro también concretó la discusión pública sobre la globalización; se pensaba que el fin del socialismo realmente existente iba a unir al mundo, finalmente, como una sola humanidad. La globalización, en efecto, fomentó unidades regionales políticas y económicas que cuestionaron los marcos de acción de los estados-nación. No obstante, nuevos muros se levantaron cuando al mismo tiempo se negaron las posibilidades migratorias de las personas. En otras palabras, al tiempo en que se hablaba de libre mercado, se cerraban las fronteras a las poblaciones que huían de sus empobrecidas naciones en busca de mejores horizontes. Estados Unidos y la migración ilegal latinoamericana es uno de los mejores ejemplos de ese fenómeno, pero el mismo problema se presenta en Europa con los migrantes africanos ilegales y con sus pares turcos, sirios y de otras regiones. Este fenómeno, a su vez, ha propiciado la aparición de grupos neoconservadores, xenofóbicos y racistas que descargan todo su temor sobre esos “otros” y han ascendido políticamente en diversas partes del mundo desarrollado, utilizando un discurso agresivo de rechazo a los migrantes.
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Por supuesto, los restos del Muro de Berlín se convirtieron inmediatamente en testigos del mundo que fue y de la añoranza por la libertad. En la pasada conmemoración de la caída del muro, la canciller alemana Angela Merkel señaló que los contemporáneos debíamos asegurar que ningún muro volviera a dividir a la gente. Ese simbolismo de la caída del muro es uno de los más importantes que debemos conservar, para alentar la idea de Merkel de que no existan más divisiones.
El 9 de noviembre del 2019 un grupo de berlineses intentaron enviar un pedazo del Muro de Berlín al presidente Donald Trump para recordarle que el mundo debería construirse sin muros y con sociedades libres. La pieza del muro dirigida a Trump decía que ningún muro dura para siempre. Aunque no tuvieron éxito en su empresa, ese grupo de entusiastas sí expuso abiertamente uno de los mayores significados de la caída del muro, que no distingue entre ideologías.
La metáfora del muro, tan fuerte y concreta, también nos sirve para enfrentar la realidad de las múltiples divisiones que subyacen a la sociedad globalizada que hemos producido. La libertad de que disponemos, en mucho, está atada a la posibilidad de compra y consumo que es la que da sentido a esa globalización. La sociedad abierta y libre que se nos ha prometido tiene un muro electrónico que solo se abre con tarjeta de crédito. Ese muro es infranqueable y no es tan seguro, por lo menos ahora, que a él se le aplique el lema inscrito en el pedazo del Muro de Berlín que los berlineses le querían enviar a Trump. Pero la esperanza que seguimos abrigando subyace allí: en la idea de que no hay muro divisor de la humanidad que dure para siempre.
David Díaz Arias
Historiador