La felicidad de supermercado

CARLOS UMAÑA

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Semana tras semana la situación es similar. Los consultantes que vienen y tocan la puerta del consultorio, piden, en su mayoría, los mismo: ser felices. Y aunque meses después descubren la trampa que supone esta demanda, el fantasma no deja de acechar, se filtra, convenciéndolos de que es posible. 

La felicidad se ha convertido en arma política. Esto nos lo confirman las investigadoras e investigadores del denominado giro afectivo, una ramificación de los llamados estudios culturales. En internet, por ejemplo, es posible consultar el Índice del planeta feliz, y los Estados-nacionales utilizan este instrumento cuantitativo como valor de gobierno. Para muestra un botón, o más bien un Bután. En este país asiático se mide la felicidad de su población para traducirla en un indicador de gobernabilidad: La Felicidad Interna Bruta; Por el mismo camino, distintos Estados han sumado la felicidad a una novedosa forma de medición llamada el Índice de Progreso Real, complementando los fríos números económicos con sonrisas. La felicidad, podríamos decir, se ha tornado en los últimos años en uno de los más importantes indicadores del desempeño poblacional, una forma preponderante y “cool”, claro está, de dominio. Resuena aquí ¡Como no! a nuestros exaltados periodistas presentando al país como el más feliz del mundo. 

Bajando de las cúspides gubernamentales, los periódicos han decidido día a día incluir especiales sobre la felicidad en sus revistas o secciones más visitadas, y en otros medios masivos, como la televisión, no dejan de desfilar decenas de expertos en la temática. Así aparecen los gurúes de la satisfacción, que sacan de sus bolsas mágicas las categorías de autoestima y resiliencia ofreciéndolas como ingredientes de una receta de cocina. Tras escucharlos, la fórmula es sencilla: es feliz quien así lo desee, y pobre de aquel cuya fuerza no es suficiente para alcanzarlo ¡Fracasado! 

En el campo de la producción del saber la felicidad también suma réditos. Richard Layard, conocido en Gran Bretaña como el zar de la felicidad, se ha aventurado en la creación de un instrumento que mide la felicidad de cada individuo: el hedonómetro (que funciona en tiempo real en Twitter y otras plataformas). La psicología, por supuesto, levanta la mano. Psicólogos como Martín Seligman, director del Centro de Psicología de Pensilvania, ha desarrollado diversas técnicas para la instrumentalización de la felicidad en un programa individual de actividades determinadas, cuya recompensa final es el alcance de la felicidad. En el mismo camino, Alan Carr ha desarrollado un perfil de las personas felices, en el que entre otras cosas afirma lo siguiente:

Es más probable encontrar personas felices en los grupos mayoritarios que entre las minorías y más habitual en la cima de la escala social que en la base. En materia política los felices tienden a ubicarse en la variante conservadora del centro. 

Con Carr se nos presenta la puntillada final de la felicidad: su uso como arma política en la intimidad. Así se afectiviza una norma social determinada y esperable, un ideal social: el de los felices. Son sujetos, los felices, en flujo, dirá Carr, es decir, sujetos que no reaccionan, que no observan la escena ideológica que los produce. Y en la acera del frente, contrarios a los fluidos -palabra incesantemente utilizada en algunos movimientos ¨progre¨- se encuentran los resistentes, aquellos cuyo destino ha sido la inadaptación, la tristeza y el enojo; estos no fluyen, se encuentran en tensión permanente, tambaleándose en los limites de la patologización. La cuestión acaba entonces más o menos así. Diagnóstico: resistente. 

La desmigajada condición de la vida actual, parece ofrecer la felicidad como utopía, la sonrisa de anuncio como el tesoro tras la tormenta, y de intenciones colectivas, esto tiene muy poco. Acabo de regresar del supermercado, a la par de las baterías y los condones brillaba un título: 101 claves para ser feliz. 

CARLOS UMAÑA

Carlos_uma59@hotmail.com