Viaje en moto, fruta madura
La productividad decae los domingos como una fruta madura. Todo comporta una pesadez de una excepcional sobrenaturalidad, como un conjuro de letargos y memoria que nos cierra delicadamente los párpados. Lo más peligroso es la luz voyerista que logra entremezclarse coloidalmente con la penumbra del amanecer, es su afable y a la vez amenazante manera de llamarnos, como Jesús llamara a Lázaro, invitándonos a abandonar el sensual ensayo de la muerte que es el sueño.
Una vez en pie, todo se reduce a elegir entre el usual y dolorosísimo descenso hasta las postrimerías de una jornada prescindible o dignificar los impulsos intestinos actuando sin pensar. Por supuesto, siendo aún temprano, elegí lo segundo. Tomé el bultito de las herramientas, un par de botellas con agua que eché apresuradamente en las alforjas y pronto creí estar listo para partir.
En unos minutos me vi en la bomba frente al antiguo Radio Reloj, asegurándome que la presión del aire neumático y el aceite no escasearan, como parafraseándole a la moto la promesa de Eliseo. -Está todo bien-, me susurraba una pulsión intermitente que sabía reconocer mis inseguridades.
Calculaba llegar al Barrio el Carmen a las 9 de la mañana, justo a tiempo para tomar el Ferry, aunque no conocía si mi destino sería Curú o Santa Teresa y en este punto saber que se tarda como media hora desde Paquera hasta Curú, poco contradecía mi indecisión.
El viaje en sí es baladí quizá hasta Orotina, donde el ambiente míticamente comienza a abandonar el dicromatismo rutinario propio del San José que nos es pródigo y que a veces no sabemos querer, y todo empieza a hablar en algún idioma pausadísimo y caliente, de casas de madera a los costados, comisariatos, cantinas y parquecitos eremitas.
O al menos así se veía todo desde la sodita aquella, La Amistad, allá por Monteverde, que tenía aún tendido un mantel navideño de plástico al que no le importaba que ya estuviéramos en enero, como tampoco le importa al jornalero envolverse los pies en papel periódico, para calentárselos, cuando le llueve encima (por cierto, esta es otra de las utilidades que he descubierto para la prensa escrita, aparte de las otras, las naturales, como envolver el culantro). El hambre me había retrasado una media hora, lo cual era poquísimo considerando que ésta ya ha probado muchas veces antes su capacidad “retardante”, dependiendo de las latitudes, etnias, género y clases sociales.
Alguna ligereza en la mano derecha me hizo recuperar el imaginado itinerario con sabor a escape y antitos de las 9 estaba ya haciendo la fila para tomar el ferry de Paquera y Tambor. El tipo de la naviera, en una especie de criollísimo sionismo, resolvió darme una ficha que en ese momento tenía el mismo poder homilético que la marca de los 144 000 o, en términos intertropicales, haber nacido en Santo Domingo o en Montes de Oca.
Dejé la moto en medio de la fila, que aún no se movía, y caminé rápidamente hacia la tiquetera, pagué los 3400 pesos (más el IVA) que cuesta el pase y me devolví rápidamente. Descubrí que la velocidad con que volví sobre mis pasos estaba completamente infundada; digo, la moto estaba aún ahí cuando regresé a pesar de haberla dejado sin vigilancia. No creo que Spinoza recriminara mi actitud, es decir, nos hemos comprometido con ficciones más absurdas para evitar el miedo y la inseguridad que el apretar el paso para cerciorarse que no se nos hubieran llevado el rucio… si no que lo diga Hobbes.
Cargué la moto en el sitio que me señalaron dentro del Tambor II, pegada al panelcillo de fibra de vidrio que me recordaba a las pangas, parientes de menor envergadura de los ferry. Ya en la parte de arriba tuve algún tiempo para procesarlo todo: los 105 km de escape y la asimétrica naturaleza del camino. En San José vendían en las calles “chances” y pañitos para limpiar el parabrisas y conforme me acercaba al Pacífico predominaban los prestiños asoleados, la miel y las cajetas al lado de la calle. La escalera de distancias cósmicas entre cada puesto infecundo era directamente proporcional a mi lejanía con respecto la ciudad.
Había venido, en la misma moto, hace aproximadamente 8 meses a este sitio (o a cualquier otra periferia, no lo sé, aunque para los efectos es lo mismo), con la diferencia de que aquella vez no me detuve en contemplaciones iridiscentes ni profundos mantras. El tiempo no lo permitía y si tuve que detenerme fue más por un acto de autopreservación, ante la tupidísima cortina de agua que amenazaba con tirarme de la silla, que por el influjo inexorable de esa belleza que se nos escapa diariamente.
En esta ocasión todo era observación, la soledad es soledad, el tiempo es un instante y los opalescentes rasgos del mar que no entendemos, nos exhortan indeclinablemente a la observación y a conmensurar esos ambages del entorno que comúnmente se nos escapan, que van desde la beatífica belleza del animal que nos transporta, hasta la menospreciada y recóndita simpatía de conversar con algún viejo desconocido.
Cruzamos, Curú estaba cerca y viajar en moto nos exime de permanecer detrás de otra pantalla, pero demanda cierto esfuerzo de tensión nada despreciable, así que Curú sería. Pero antes de Curú, Paquera, tanto como antes del domingo, los días jueves, viernes y sábado. Allí todo empieza cerradamente verde pero paradójicamente lleno de banderas, un brochure que recogí cuando me detuve a preguntar direcciones decía que por entrar a Curú eran 12 dólares. –La economía está dolarizadísima- pensé, lo cual no es completamente un hecho anodino, es más ¡ojalá ganáramos todos en dólares!, no tendríamos que preocuparnos porque nuestra deuda también lo estuviera.
“De ahí de la esquina, seguís como 500 varas directo… no te perdes, ahí llegas al centro”. Ya casi eran las 12 y la dinámica migrante debía interrumpirse por la misma mundanalidad que casi me hacía perder el ferry horas antes. Paradójicamente mi viaje, cuyas etapas finalizan siempre delante de un plato de comida, se asemeja solo en eso a todos los demás viajes, pero guarda muchísimas más diferencias con respecto al medio y los propósitos de cualquier otro desplazamiento.
Me explico: quien sale de Paquera, inversamente, lo hace en una migración transhumante hacia el centro, la periferia se agota y es el lugar del que partimos cuando no hay trabajo para todos, cuando la productividad es aridez, cuando la escases da pisadas de animal grande. En nuestro caso entramos a Paquera en virtud de un nomadismo fundamentalmente errante, en procura de esos efímeros paroxismos que nos son tan esquivos en San José, necesitando de esos brotes de belleza que no vemos, anestésicamente, en el centro de donde venimos.
Llegar a Curú no representó reto alguno para los propósitos de mi distópico y brevísimo viaje, Curú mismo ni siquiera fue una meta determinada, como tampoco lo fue Ítaca para Kavafis. Sin embargo el regreso si fue duro, como todo regreso de viaje no planeado, como todo regreso del que no hay ganas de volver. Mi recompensa estaría, paradójicamente, en la mundanísima tragedia que devendría de olvidar la condición de falibilidad a la que es susceptible toda máquina.
La moto crucero parece sentarse en la pista, es simbiótica con el entorno de larga distancia pero medrosa en el lastre y polvo, por supuesto. El arrancador, por una conjunción de varios factores como el designio de un guionista con sentido del humor y nada más, decidió empezar a patinar, escogió manifestar su personalidad climática tan lejos de casa como pudo.
Si bien soy del creer que las habilidades lúdicas, mecánicas y manuales son tanto o más importantes para la integralidad humana, que esas otras que dice Carlitos Alvarado que tenemos que tener todos para que no se enojen los Call Center, en ese preciso momento supe que el problema de la moto superaba mis ya de por si limitadas destrezas y conocimientos en motores de combustión.
Tampoco era una opción arrancar la moto empujando sus 250 kg de peso seco, cuesta arriba, en segunda, en una calle de lastre para encenderla a pura “fuerza bruta” y si añadimos el hecho de que este modelo adolecía de arranque de patilla, tenemos la perfecta conjunción de elementos suficientes para causar una hecatombe neófita y millenial.
La productividad que decae los domingos como una fruta madura, no es una condición propia en las zonas rurales. Había quedado varado frente a una finquilla sembrada de guayabales en la que estaban terminando de pulsearla todavía un grupo de señores como de 40 años, más o menos, en promedio, que supieron ver a la distancia el pequeño Armagedón que me hubo deparado el malvado mago Frestón (o Fristón, a quien en algunas partes suponen autor de las desgracias de los pobres) y acercarse a ofrecer ayuda.
No quedaba de otra, la hazaña era solícita en indicarme que la única salida era confiar. Los señores, a quienes no les pertenecía la finquilla, le pidieron permiso al dueño para dejar la terca moto de “un chavalo de Chepe que se quedó varado”, guardada en la pequeña construcción donde solían almorzar. Tomé algunas previsiones que me parecieron más bien groseras, como amarrarla con candado, dentro del galeroncillo en el que amablemente me permitieron dejarla. Volvería por ella, claro.
Terminé con ellos en la parte de atrás de la camioneta que presidía la caravana de furgones de guayaba que usualmente los llevaba de regreso al centro, era la última oportunidad que tenía de volver a tiempo para tomar el ferry de regreso, de Paquera a Puntarenas.
La moto fue tema de conversación solamente por unos 7 minutos, ese día; ellos, no afectos de los soporíferos males y nuestros ínfimos problemas, eximidos de conocer como “prescindible” a un domingo solo por ser domingo, ajenos al dolorosísimo descenso hacia los lunes, se hallaban especialmente contrariados. La guayaba da todo el año, pero la producción no es estable, en ocasiones hay cosechas grandes de hasta 20 000 kilos en una sola semana y meses en los que no se llega ni a eso.
Buena parte de lo que se produce se vende en diversas partes, por ejemplo en la cooperativa local que hace las veces de intermediario, pero no en pocas ocasiones los “supers esos grandes” compran una parte. El problema es que les queda mucha guayaba de rechazo, Walmart les compra selectivamente pero devuelve una buena parte que es perfectamente útil “por una manchita o porque es muy pequeñita y solo la devuelve”.
Semanalmente quedan unos 830 kilos. A ellos les dicen que deben aprender a asumir el riesgo de que se les pierda, que pueden hacer cosméticos, por ejemplo, para aprovechar los remanentes de la fruta. Solución para ellos tan lejana de su realidad como para mí lo era fastidiosa el empujar la moto cuesta arriba…
Obviamos, comúnmente, el rechazo; para los guayaberos de Paquera la fruta perdida es como un domingo por la tarde. Que nuestra anhedonia de fin de semana nos consuma de cabeza en polarizaciones y claustros hiperbáricos, solo para repetir infinitamente el cotidiano ciclo de sordas percusiones que no nos deja empatizar con la otredad inmediata, con las usuales disimilitudes que elegimos una y otra vez ignorar, es una dinámica perversa. Tan grave como las agarradísimas prácticas que agobian al pequeño productor con tratos leoninos y clausulados de salvamento infinitamente desequilibrados.
Yo no necesitaba llegar a Curú, lo supe desde un principio, para recuperar mi cuota de concentración semanal o para cumplir supletoriamente con ese hálito circundante, tan transversal por estos días, de querer huir. Hacia no sé dónde, hasta no sé qué lugar, pero huir. Tampoco necesitaba un viaje de 3 horas para confirmar las hondas disimilitudes que son los accidentes geográficos de nuestro país, pero si necesitaba darme cuenta que no para todos está permitido que la productividad decaiga los domingos y que para unos la fruta madura no cae nunca.
LUIS CARLOS OLIVARES
luigyom@hotmail.com