Un día antes de un día feliz
ADRIANO RAMÍREZ JEREZ
No salgan.
Stay home.
La restricción vehícular inicia a las cinco de la tarde y se extenderá hasta las cinco de la mañana del día siguiente.
Los casos de Covid-19 superan los 400 y el gobierno extrema medidas ante el inicio de la Semana Santa.
De regreso en casa. Digo casa, pero en realidad es un pequeñísimo apartamento. No puedo entender cómo la gente le llama casa a un apartamento y a toda la frivolidad -falta de acogida- que representa. Son espacios de renta alta donde el sueño es escaso. Lavo mis manos, desinfecto el celular y me tiendo en el sillón con la con la mirada fija en la bolsa de comida rápida tirada en el suelo: ̈Gracias por apoyarnos, Adriano ̈,me da la risa; hasta que una idea atroz me parte la cabeza: revisar mis redes sociales. Inicio con Instagram: un desfile de culos que, sin la capacidad de absorber una tanga, la absorben; este parece ser un mandamiento del feminismo del siglo XXI. Inmediatamente pienso que es imposible que todas estas chicas estén en la playa, no porque haya obediencia absoluta a las autoridades, si no porque están cerradas. Aquí hay, efectivamente, un ataque viral de fotos en tanga recogida, pero el dueño de la aplicación todavía no declara pandemia. Lo demás: rutinas de ejercicio mediocres y dinámicas de famosos. Ahora Facebook, qué pena. La pandemia ha venido a evidenciar el mal estado de nuestros sistemas de salud, la vulnerabilidad de los líderes políticos y el problema de los poetas con Facebook, que licitan constantemente por nuestro timeline en video recitales donde con poemas propios destrozan ajenos. No puedo más, lanzo de revés cruzado el celular y cierro los ojos para escuchar la nueva cifra de contagiados en la voz del ministro, mientras rezo porque anuncien el cierre indefinido de Internet.
Cinco de la tarde. Tomo dos tazas de café cor-cor y tiro portazo del apartamento. En esta ciudad dormitorio que se desliza al ritmo de las enfermedades venéreas de Tinder quedan ya muy pocas personas. La tarde se deshace a través de los últimos rayos del sol entre las facultades de la Universidad de Costa Rica, el paisaje extraña los bares abiertos repletos de jóvenes que gastan su beca, pero gana la ausencia de esos mismos loquitos que una vez alcoholizados creen en la revolución. Aunque aquí seguirán sobrando catedráticos con sueldos insultantes; graduaciones de estudiantes en Letras y Filosofía que no le van a devolver nada al Estado que les dio educación gratuita. Una sirena tipo patio de reos provoca el revoloteo de los pajarillos, el sonido proviene de una patrulla de la Fuerza Pública, e indica el inicio de la restricción vehícular obligatoria para la mayoría de carros. Se entiende en la risa mamerta de los agentes del orden que ocupan el patrullero la excitación que provoca darle play a la banda sonora del apocalipsis.
Por la acera opuesta, a la altura de la Facultad de Artes, dos chicas caminan, comen helado y conversan; a mi paso me cruzo con oficiales de la seguridad universitaria y uno dice: ̈Seguro no ̈, permitiéndose, en tiempos extraordinarios, fijar una mirada lasciva y reprimida hacia las jóvenes.
Paso frente a la sucursal del banco al que fui en la mañana.
̈Los mayores primero ̈, dijo el oficial de seguridad mientras con una gacilla sustituía un botón de su uniforme.
¿Por qué son primeros en el banco y últimos en el hospital?
Más adelante, la iglesia de San Pedro acoge a los mendigos en sus escalinatas, una metáfora del amor de Cristo por los desposeídos que mantiene al Vaticano como autoridad.
En general, aquí nadie ha renunciado a nada. Ni guerras, ni revoluciones, tampoco pandemias; ningún evento fuera de lo común es capaz de detener la inercia de la vida urbana, impulsada este viernes por las formas inexactas que trazan los repartidores de comida y el trote impune de la terapia fallida del deporte y su grosera moda.
Han convocado una jornada de aplausos para los trabajadores de hospitales a las ocho en punto, los llaman, de forma muy patética, ̈nuestra primera línea de defensa ̈, aunque un amigo dice que se olvidan de los cajeros del supermercado. Nadie sale, no hay tradición de los balcones en este país, ni balcones, ni para aplaudir, ni para otras cosas.
ADRIANO RAMÍREZ JEREZ
Periodista