Vade retro: ¿Por qué debemos pensar en un nuevo paradigma económico?
Un modelo agotado, las ideas de libertad e igualdad son un despropósito
En un paradigma societario en donde el sufrimiento se privatiza, es un asunto exclusivo del fuero interno y soporta una tacha de infamia en tanto se vuelve público; la felicidad es dispositiva. Se exige optimizar el proyecto antropológico, no por una reivindicación de la cuestión social ni mucho menos, sino porque la personalidad se vuelve la forma más básica de la empresa, el sujeto es ahora explotador y perpetrador de sí mismo.
La ausencia del éxito, como corolario de la sufrencia, es consecuencia únicamente del fracaso privativo, ergo, el cambio es al mismo tiempo una forma de responsabilidad individual. No se es crítico de la situación contextual, sino de sí mismo; no se observan los problemas sociales y los padecimientos comunes, sino que lo que hay que mejorar son los estados anímicos. Ulteriormente ante la exigencia de optimizar a la persona, el aparato reproductivo por el cual se ajustan las relaciones de poder establecidas oculta definitivamente las injusticias sociales.
Resultando en una frontera prostética de igualdad, se alcanzará en tanto se diluyen las distinciones entre la hegemonía y su otredad, quizá absueltas por la promesa (siempre promesa) de ser actualmente iguales: nada más falso. La desigualdad, en todas sus dimensiones, es la manifestación más patente del agotamiento del actual paradigma económico ortodoxo y hegemónico.
La idea misma de la democracia moderna supone cierto dejo de esperanza y movilidad social, que el trabajo sea retribuido con beneficios y progresos en el espectro social. La desigualdad estructural, como la que se presenta hoy de manera extensiva, supone una sociedad estancada, dividida en jerarquías o estamentos económicos. El trabajo no garantiza avance ni retribución social y los esquemas de desigualdad crean una sociedad estamentaria.
La desigualdad y el pacto democrático
Las sociedades altamente desiguales se tornan fragmentarias, poseen bolsones de riqueza cerrados que se asemejan a cofradías simbólicas, totalmente distanciadas del resto de los segmentos sociales, los cuales también se acuartelan rabiosa y despechadamente en sus propias circunscripciones.
Las políticas públicas o universales dejan de ser efectivas en tanto el espacio abierto y horizontal de la “sociedad civil” desparece y se fragmenta en micro-universos cerrados, donde cada estamento satisface sus necesidades en forma endogámica.
Se rompe el gran valor de crisol de cualquier política pública como mecanismo de ascenso social, de creación y fortalecimiento de clases medias y de nivelación social durante el último siglo en todo el mundo. La desigualdad es el crisol del desencanto y la fractura del pacto democráctico.
Nunca antes, tanto como ahora (con excepción quizá de episodios de la memoria que no nos pertenecen), la desigualdad ha sido tan palmaria. La actual pandemia nos ha dejado los más odiosos episodios de ostentación que nos hacen pensar inclusive en una heráldica de la diferencia.
Pero no es un fenómeno propio de la época actual, sencillamente las condiciones presentes han exhibido nuestros episodios más obtusos. Es más, la causa más fuerte de la desigualdad ha sido el hecho de que el rendimiento del capital ha sido mayor al crecimiento de la economía, por tanto, quienes ostentan mayor cantidad de bienes de capital, tienen una mayor propensión a la acumulación, logrando un sistema que se auto-refuerza, en la frontera del tiempo.
Dejando el peso de la vindicación en manos de una variable muy susceptible, es decir, el empleo. Tan es así que los países más golpeados por el desempleo durante la crisis han sido aquellos en los que más ha crecido la desigualdad, especialmente entre el 10% de los hogares con ingresos más bajos. Grecia y España, las economías con mayor tasa de paro, son los países en los que la renta disponible de los hogares más pobres se ha reducido con más virulencia. En cambio, hay otras economías, como Polonia, que han logrado que las rentas disponibles de sus ciudadanos más pobres aumenten en esos años de crisis y que lo hagan incluso más que las del 10% más rico.
Ya lo advertía en 2005 Branco Milanovic, economista en jefe del Banco Mundial, en su libro “Mundos separados”, sobre la disparidad global de ingresos y el incesante aumento de la desigualdad. En esa misma línea Raghuram Rajan apuntaba en su libro “Las grietas del sistema”, que eso se podía traducir en una grandísima presión en el flujo de efectivo de los hogares, que se manifiesta ulteriormente como un endeudamiento condicionante.
En nuestro país, alcanzamos una tasa de desempleo de alrededor del 24% en el peor momento para este indicador, durante la pandemia; demostrando una especial susceptibilidad de este rubro a los embates de las crisis y estados de excepcionalidad. Si bien actualmente ese dato se ha reducido en más de 6 puntos porcentuales, visto en solitario puede confundirse con una mejor, cuando la realidad es otra: tres de las seis regiones socioeconómicas poseen indicadores de desempleo superiores al dato agregado
nacional, por ejemplo, en la Región Brunca el dato de desempleo asciende hasta el 27.5%.
Similarmente ocurre con el índice de Gini, que ya de por sí ha venido deteriorándose, durante el último lustro, a un ritmo de 3% interanual y si lo hacemos acompañar de los índices de desarrollo humano, en perspectiva cantonal, vemos como sectores de nuestro país ostentan niveles de privación similares a los de países del África Subsahariana, mientras que otros tienen niveles similares a los países nórdicos.
Aunado a lo anterior, debe mencionarse que el endeudamiento de los hogares, según el programa Macroeconómico del Banco Central, ha sido el principal anclaje y ha venido en detrimento de un mayor rebote en términos de crecimiento pospandémico, precisamente porque ha aumentado a un ritmo de 4% promedio interanual en los últimos 5 años. Lo que da cuenta de la validez de las observaciones de Milanovic y Raghuram, en perspectiva doméstica.
El nuevo paradigma de fiscalidad internacional es consecuencia de la necesidad de un nuevo quehacer social
Esta realidad, de la que no escapa nuestro país, demuestra y representa un agotamiento irreversible, no solamente del modelo de desarrollo en el mundo, sino de su sistema de valores y de su acervo axiológico, que se antoja totalmente depredador.
En función de ello, es fundamental atreverse a reivindicar a la persona humana como centro del interés de la ciencia económica, como elemento teleológico de mayor relevancia en la formación de políticas públicas. A partir de ello, constituir un nuevo paradigma de construcción del ámbito de lo social, para que éste efectivamente se remita a la afirmación horizontal de los agentes económicos, como entes cuya conducta debe estar imbricada y debe ser proclive al mejoramiento de las condiciones de aquellos usuales olvidados, de los comunes invisibles que todos conocemos.
Como corolario de ello, en términos macro, es menester emprender un camino hacia un nuevo paradigma de fiscalidad internacional. Las ideas de Piketty han tenido eco en numerosas voces, de lo más diversos actores han acusado de la relevancia de no seguir haciendo política económica como se ha venido haciendo durante los últimos 50 años: al compás de la frugalidad selectiva, recortismos a mansalva, austeridad psicópata, adolescencias y ensimismamientos fetichistas, excesivamente preocupados por la producción de riqueza, dejando de lado su distribución como elemento para la f
ormación de capacidades y reproducción cíclica del crecimiento.
Implica que categóricamente la progresividad y la isonomía en las cargas públicas, sean el norte de la política económica. Piketty y Stiglitz sugieren un tipo mínimo de más o menos 25% en sociedades, definición de un tributo sobre la riqueza y desincentivan sobre la aplicación de rebajas impositivas en tiempos de deuda creciente. Amén de ello, la introducción de este tipo de medidas no es sino consecuencia de un allanamiento del ámbito de imputación internacional sobre la migración de la riqueza producida.
Se debe reorganizar el sistema tributario para afrontar los grandes volúmenes de deuda, sobre todo cuando esos niveles se mantienen en función del sostenimiento de políticas que fomentan la capacidad adquisitiva de los hogares y las personas, como elemento fundamental para la contención de los niveles adecuados de demanda interna, es decir, para sostener un sano dinamismo de dicha demanda. Todo ello con un criterio de progresividad.
Una postura contraria a esta, continuista de los programas probadamente equivocados, corre el riesgo de consolidar los esquemas de competencia fiscal, para la atracción de inversión de extranjera directa, lo que sería a todas luces una práctica inmoral e inequitativa; no lo digo yo, lo dice Stiglitz (ver Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Internacional sobre las Empresas).
Ni siquiera mantener las reglas fiscales actuales será suficiente para afrontar la financiación de los costos de la pandemia, por ejemplo. Con la caída de los beneficios (a excepción, quizás, de las grandes multinacionales tecnológicas y los proveedores de material médico), también se reducirán los ingresos fiscales procedentes de las empresas. Y lo mismo se espera que ocurra con la recaudación del IVA o del impuesto sobre la renta, por la reducción del consumo y el aumento del paro. Con ello, se prevé que, a nivel global, los ingresos fiscales probablemente caigan más que en la crisis que se extendió entre 2007 y 2009, cuando el descenso fue de un 11,5%.
Y si ponemos en perspectiva que cerca del 40% de las ganancias de las empresas multinacionales relocalizadas año a año, lo que implica una reducción de la fiscalidad por concepto de impuestos a las utilidades de más de 200 billones de dólares o del 10% de la recaudación posible. En Costa Rica, eso asciende a un 3.8% del PIB, según datos de missingprofits.world y OCDE.
La Reserva Federal estadounidense, el Banco Mundial, OCDE e inclusive el presidente Biden, dan cuenta de la necesidad de revertir este esquema. Aunque, no debemos engañarnos: que los Estados Unidos sea una de las primeras voces que ha llamado la atención a propósito del nuevo paradigma de fiscalidad internacional, no se debe a su ingente preocupación por el devenir de los países de renta
media y baja sino porque estamos ante el inicio de una carrera por el fortalecimiento de los fueros de atracción de la fiscalidad internacional, en el que la riqueza producida, vale más si es socializada en el país en donde se produce. Las mismas reglas del juego a nivel internacional darían espacio para que la decisión de localización de la riqueza pase por condiciones adjetivas y no necesariamente por el espacio tributario más favorable.
Una carrera en la que, me atrevo a decir, no estamos ni siquiera participando. Es más, caminamos en dirección contraria de la meta, con reformas que persisten en la regresividad y esquemas de exención altamente perniciosos en el marco del acuerdo con el FMI, que por cierto se llevan cerca del 6% del PIB (ver Informe sobre el Gasto Tributario del Ministerio de Hacienda).
La gente en el centro, a manera de conclusión. La persona humana es el sujeto más importante de cualquier política económica, aunque haya quienes insistan en lo contrario. Este tema tiene tanta amplitud y tantas aristas y recovecos, que puede partir de un axioma tan sublimado, como el que sostiene que la idea misma de libertad y de igualdad son un despropósito velado (aunque con la privatización del sufrimiento se quiera invisibilizar), hasta llegar a una disyuntiva tan prosaica como la que persiste en política fiscal a propósito de la progresividad. Y todo ello responde a un elemento transversal: el agotamiento del modelo económico que seguimos padeciendo.
LUIS CARLOS OLIVARES
luigyom@hotmail.com