Payasear

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Uno nace con el don, o la tara, de hacerse el payaso. Y yo desde carajillo supe que esa era mi única vocación: payasear. 

No niego que a veces he sentido cierta repugnancia, cierta vergüenza al interpretar tan patéticas farsas. Pararme en el pasillo del bus en medio de un paseo de escuela o cole y payasear. Contar chistes malos. Imitar a algún profe o algún político. Bailar o cantar afectadamente. Hacerme el chistoso en una fiesta, tanto con amigos como con desconocidos, o pasar horas de horas payaseando en el pretil y en la soda de Sociales. 

Pero en esto soy enfático: si alguna vez hubiera sido preciso payasear para salvar la patria, la humanidad, la libertad, la democracia, la autonomía universitaria, la división de poderes, el sufragio, me habría negado. 

En efecto hay mil formas de ser payaso: ser revolucionario, demócrata o defensor de la libertad constituyen expresiones vulgares de payasear. Incluso ganar o perder unas elecciones son maneras, buenas o malas, da igual, de hacerse el payaso. 

Es muy sencillo, por otro lado, que la payasada devenga en tragedia. Leoncavallo y Verdi lo comprendieron muy bien. Lo mismo cuando Jan Matejko pintó el gesto de abatimiento de Stańczyk, quien fuera uno de los bufones más célebres de Polonia. También es muy sencillo que la payasada se transforme en terror. Creo que, en cierto modo, de eso iba el fascismo y las dictaduras comunistas: una payasada que, por obra y gracia de su despótica contundencia, acabó en tragedia. 

Fidel y su verborragia maratónica. 

Hitler y su histrionismo. 

Stroessner y sus excentricidades. 

Descontextualizados del ámbito de la pantomima, los dictadores son aterradores. Como si Marcel Marceau, de repente, nos tocara la ventana de la choza a medianoche y surgiera, impávido, con su mímica palidez. 

Cuando la democracia, que no es más que la gestión del poder con buenos modales, se nos muestra como la payasada que es, también, podemos sentir cierto asomo de terror. Es, si se quiere, una decepción inquietante muy semejante a la que sentimos cuando contemplamos el contrafrente de un edificio patrimonial y comprobamos que el correlato de una fachada majestuosa, a menudo, es un poco de latas de zinc y paredes manchadas. 

En el fondo no es más que el terror ante la ambigüedad: como el Petrushka de Stravinsky, la marioneta de paja y trapo que cobra vida y desarrolla capacidad de sentir. Petruchka es encerrado y maltratado por la dureza con la que mostraba sus sentimientos. Al final muere, asesinado, y su fantasma, como el fantasma de Marx y Engels, permanece y sigue recorriendo Europa, las ferias y el planeta.

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha