Negar los espejos

JURGEN UREÑA

Mito+blanco+2.jpg

En el filme La estación de tren (2000), dirigido por el  ucraniano Sergei Loznitsa, un tren nocturno atraviesa el bosque y la nieve. Poco a poco, la respiración agitada de la locomotora y los sonidos metálicos de los vagones se suavizan y adoptan la forma de un arrullo que protege el sueño de los viajantes. Los espectadores observamos, como hipnotizados, sus rostros apacibles y su cómoda inmovilidad.

Al inicio de El mito blanco (2020) también viajamos en un tren. La película dirigida por Gabriel Serra nos muestra a los pasajeros en una serie de retratos en blanco y negro, tal como hacía el filme dirigido por Loznitsa. Sin embargo, no interesa acá la contemplación del tiempo suspendido sino la vida cotidiana de tres personajes. No se pretende hipnotizar al espectador sino despertarlo de un largo sueño.

El mito blanco cuenta la historia de Maritza, una madre soltera de origen nicaragüense que vive en La Carpio; Emérita, una indígena de la comunidad Ngäbe-Buglé que trabaja en las plantaciones de café de Coto Brus; y Janis, el abuelo afro  descendiente que vive a orillas de la línea del tren, en un rincón exuberante y olvidado del Caribe costarricense.

Los rostros de esos protagonistas, asociados al título del filme, nos conducen hacia uno de nuestros mitos fundacionales: la blanquitud costarricense. Creemos que somos blancos, con un fervor que olvida nuestra herencia cultural y niega las imágenes que reflejan los espejos. Lo hemos creído durante décadas.

Mito blanco 1.jpeg

La Costa Rica imaginaria

El mito de nuestra blanquitud está asociado estrechamente al de la Suiza centroamericana, cuya piedra fundacional puede ubicarse en el libro Viaje a Centroamérica, del alemán Wilhelm Marr. “Se podría jurar que se tiene delante el más encantador valle de Suiza”, escribió Marr sobre el Valle del Guarco, en las crónicas del viaje que emprendió hacia mediados del siglo XIX.

En la década de los años 30 del siglo XX, se popularizó una canción escrita por el nicaragüense Tino López Guerra, cuyo estribillo más recordado celebra: “por ser tan linda, a Costa Rica la llaman la Suiza centroamericana”. Al menos desde entonces habitamos un país desdoblado entre la realidad y la idealización.

Los años 90 dieron lugar a la reflexión sobre nuestros mitos fundacionales. En esa época, el historiador chileno Miguel Rojas Mix hizo alusión al origen plural de la identidad costarricense, en un ensayo titulado Los cien nombres de América (1991). Rojas Mix recurre a la metáfora de los cuatro abuelos, a quienes llama Juan Indio, Juan Negro, Juan Español y Juan Inmigrante, y propone una identidad en permanente movimiento. “La identidad, como la vida, es un gerundio: un continuo hacerse del ser”, afirma el historiador en su ensayo.

Cinco años después, el Centro Cultural Español organizó un ciclo de tertulias sobre ese tema bajo el título de Costa Rica Imaginaria. En 2012, el Museo de Arte y Diseño Contemporáneo inauguró una muestra colectiva titulada Construcciones / Invenciones: de la Suiza Centroamericana al país más feliz del mundo, que mostró alrededor de 100 obras y puso en perspectiva algunos de los estereotipos que han contribuido a la construcción de nuestra identidad nacional.

El mito blanco

La reflexión en torno del mito de la blanquitud costarricense no es nueva, lo que no resta méritos al largometraje dirigido por Gabriel Serra. Al contrario: posiblemente una de sus mayores virtudes reside en la capacidad de actualizar ese debate, mediante el uso de los más depurados recursos del cine.

El mito blanco traslada la discusión de los espacios especializados a las calles y las vidas de las personas que encarnan diariamente ese mito. Sus relatos se ubican en los márgenes de la experiencia del costarricense medio, lo que supone, además, una recuperación de las principales consignas del documentalismo de los años setenta: arrojar luz sobre los rincones oscuros de la sociedad y dar voz a quien no la tiene.

Algunos podrían señalar que el filme simplifica en exceso y limita sus razonamientos cuando sugiere que los blancos no conforman un grupo significativo entre quienes se ubican en los márgenes sociales. Esto equivaldría a suponer que en Costa Rica los poderes político y económico son estrictamente blancos y que no existen sectores de campesinos blancos en condición de pobreza, por ejemplo.

En cualquier caso, El mito blanco es suficientemente claro en relación con una idea que hoy resulta imprescindible para el equilibrio social: los costarricense conformamos una pluralidad en constante movimiento, que incluye a quienes siempre estuvieron acá y a quienes migramos ayer, hace cinco años o quinientos. Somos los pasajeros de un tren que nunca termina de llegar.

El mito blanco se estrena el jueves 22 de octubre en el Cine Magaly. Ese día se estrena también, en México, la película Nuevo Orden (2020): una distopía que enfrenta a un grupo de personas de clase alta con una rebelión popular. El trailer de ese filme ha abierto en redes sociales una intensa discusión sobre la exclusión social, el racismo y el término whitexican, que se utiliza en México para señalar a las personas privilegiadas de la clase alta de ese país.

Existen profundas divisiones que se asocian al color de la piel en toda América Latina. Existe también la urgente necesidad de cerrar las brechas sociales que ahogan a nuestros países. El mito blanco es un filme oportuno y valioso porque apunta hacia la necesidad de revertir los mecanismos creados por algunos de nuestros mitos fundacionales y por su capacidad para comunicarnos, de una forma sutil pero clara, una ruta posible para iniciar esos cambios.

JURGEN UREÑA

Cineasta