Museo animal: una novela arjonística

Me convencieron, por varias razones que hoy no vienen al caso, de leer Museo animal, la segunda novela de Carlos Fonseca. ¿Es diferente, es mejor, tiene mayor valor literario que Coronel Lágrimas?

Para quien no tenga paciencia, o ya haya leído esa primera novela, la respuesta simple es “no”.

Museo animal es, tal vez, aún más arjonística (en tanto mercadeada como la gran cosa cuando no lo es; en tanto intenta imitar a otros), aún más insoportable y, al final, aún más insípida que su primera entrega narrativa. Y eso es lo que le reclamo. No es únicamente que haya recibido el patrocinio de Piglia y de otros. No es que tenga una máquina de mercadeo aparentemente bien aceitada detrás. Es lo que Ursula K. Le Guin le reclamó a Neil Gaiman sobre su versión de la mitología nórdica: ¿dónde está la peligrosidad? ¿Dónde la emoción? ¿Dónde lo interesante? ¿Dónde están los dientes?

Decía un conocido que alguna vez leyó un libro de Carlos Fonseca y al final sintió como si en realidad no hubiese leído nada. Y ese es el punto. Este libro, al igual que Coronel Lágrimas, parece no llegar a ningún lugar.

Museo animal cuenta la historia de un narrador a quien realmente nunca llegamos a conocer bien, su amigo, un periodista gringo; una amiga enigmática, aparente cruce entre mecenas y artista; su familiar, un fotógrafo israelí; un viaje revolucionario por las selvas latinoamericanas en tiempos inmediatamente post Che hasta llegar a tiempos del subcomandante Marcos y un juicio mediático (el inicio del cual es sin duda el punto alto de la narración de Fonseca). Si ya ustedes se sienten confundidos, imagínense ahora leer más de cuatrocientas páginas así, sin un solo diálogo ni intento de desarrollar un personaje y con una estructura solo marginalmente lineal.

No tengo problema alguno con estructuras no lineales. Slaughterhouse Five me parece una obra clave de la ciencia ficción y de la literatura en general. Lo mismo La broma infinita. Y con los libros de Amis (el “joven”) y Delilo, cuando juegan con la linea temporal . Tan solo por nombrar algunos.

El problema con Museo Animal es que no llega a ningún lugar, porque en realidad no despega nunca. Al igual que Coronel Lágrimas, este libro es reconocido principalmente porque “sale” de Latinoamérica. Aquel, en Europa, en los Alpes. Este en New Brunswick y París e intenta ver Puerto Rico y Chiapas desde “afuera”. Pero no nos engañemos. Esto no es Bolaño en 2666 escribiendo sobre un boxeador afroamericano mejor que cualquier novelista pulp o noir; o en “El Ojo Silva”, cuando describe la desgarradora realidad india o en Los detectives salvajes, que dibuja el laberinto que es el DF. No es Eco en ninguna de sus novelas. No es Bryce Echenique en París. A ver, no es Le Guin en alguno de sus mundos. No es ni cosmopolita ni imaginativo. Pero así ha logrado venderse y así está posicionado. Y tiene, por alguna razón, el patrocinio de algunos grandes, al menos en apariencia, como Piglia.

Museo animal, con su falta de trama interesante y, lo dicho, sin una sola línea de diálogo para

llevarnos por sus muchos escenarios, no es más que aquel reggaetonero puertorriqueño que nos vende ahora consciencia social y preocupación por la salud mental y la depresión en tiempos de coronavirus, cuando lo único que está contando es la historia de cualquier hombre de clase media / media baja en América Latina. Digámoslo ya, un poser.

Al igual que en Coronel Lágrimas, en Museo Animal hay tantos non sequitur e imágenes extrañas y rebuscadas, que quien lee perfectamente siente que está en una canción de Stone Temple Pilots (con el perdón a Weiland). Un único ejemplo: “La madrugada, me digo, es el tiempo de las ventanas. Afuera la joven prosigue su pausado recorrido, casi como si fuese la cosa más normal del mundo, y a mí me llega a la mente un cuadro en donde el solitario mundo se los otros nos robaba los ojos para verse a sí mismo” (p. 71). Lo dicho, es arjonístico, junto con lo peor de STP.

Eso sí: la novela no está exenta de momentos graciosos, aunque no sean intencionales, como cuando uno de los personajes se cuestiona si se está inmerso en una tragedia o una farsa: “cuán largo puede ser un chiste” (p. 84). El libro es self aware.

Es necesario señalar que ni al ir leyendo un tercio ni a la mitad ni al final de la novela (aunque se pilla el por qué del título al final) casi nada ha pasado. El libro es lamentablemente una tontería patas arriba tras una tontería patas arriba. Más que Umberto Eco (por las idas y vueltas de Fonseca sobre la historia medieval y el judaísmo antiguo), Don Delilo (supongo que por la narrativa no lineal y la intención, a veces, posmoderna), Piglia (por ser su padrino, nada más, espero), Stephenson ni Pynchon (por la invención de la fotografía), las ocurrencias y descripciones de Fonseca (aunque no sean de paisajes naturales sino de los caminos sin rumbo que toman los personajes) recuerdan más bien a María, de Jorge Isaacs. Con el perdón del colombiano.

¿Será que exagero? Veamos otro ejemplo: “Escucho las anécdotas del viejo y me digo que contar historias, como jugar al ajedrez, es proponer falsos futuros” (p. 154).

Regreso al aspecto más sorprendente: Museo animal no tiene diálogos. Esto contribuye a que no haya personalización. A que no haya diferenciación entre personajes ni simpatía ni ningún tipo de emoción hacia ellos. No hay personajes creíbles ni que el lector le importen. Pero, a diferencia de un Bolaño, por ejemplo, esta ausencia de diálogos no es una decisión estilística o para lograr un efecto, sino por falta de talento. O de ganas. O ambos.

Igual que muero de risa al leer a quien compara a DeLillo con Foster Wallace, necesito un par de shots de whisky para no infartarme al leer a quien compara a Fonseca con DeLillo (lo he visto, y no solo en la contraportada de mi edición de Museo Animal). Es tan intragable este libro, tan malo, que en varios momentos estuve replanteándome el papel del lector: ¿debo seguir leyendo? ¿Vale la pena, en un mundo covid?

Nuevamente, ¿exagero? No. Fonseca es tan mal escritor que tiene que aclarar sus metáforas. Luego de invertir unas buenas cien páginas para narrar sobre una torre de apartamentos en San Juan, Puerto Rico, nos encontramos esta oración: “La primera impresión que tuvo Pinillos al ver la torre fue que se trataba de la alegoría perfecta para una modernidad incompleta” (p. 304). Gracias por dejarnos saber que era una metáfora, Fonseca.

A diferencia del escritor costarripuertorriqueño, sé cuándo detenerme, por eso mejor voy a hacerlo, no sin antes repetir que la novela es en parte, autoconsciente, al menos en apariencia. Las dos últimas secciones son claramente una admisión de Fonseca de que el sufrimiento debe terminar. Las oraciones, los párrafos, los capítulos son sumamente cortos, lo que uno aprecia. Sin embargo, se nota que fue una lucha. Un sprint. Un editor que de seguro le pedía: “Wey ya, terminá la novela”. Es tan apurada que se siente como si él mismo se hartara de su libro.

El otro día en Twitter leí algo que me hizo comenzar a comprender a Fonseca: “Aprendemos a leer antes de aprender a escribir y son las mujeres quienes nos enseñan a leer”, R. Piglia, de Los diarios de Emilio Renzi.

Confieso que no he leído a Piglia todavía, pero me comenzó a quedar claro dónde se inspira Fonseca para presentarnos sus platos de babas. Allá está en nosotros si lo leemos.

FRANK PRIVETTE

@fprivette