Lealtad al soberano
ALEJANDRO MARÍN
Para el simeonista de cuna, incluso las dos finales de Champions perdidas contra el Real Madrid son motivo de orgullo. Le resulta más cómodo a su temperamento exaltar el cholismo que culpar al entrenador por alinear a Costa lesionado en Lisboa o echar el equipo atrás después del empate en Milán. La hybris del Cholo privó dos veces al Atlético de ganar un trofeo inédito en su historia frente a su máximo rival, pero no por eso el fanático dejará de defender la idea de que Simeone es lo más valioso que le queda al Manzanares con el Vicente Calderón demolido y Luis Aragonés enterrado.
Mucho más que un gran entrenador, Diego Pablo es un ídolo rojiblanco. Sin estar exento de crítica, todo comentario sobre él tiene condimento y condiciones. Un ateo, no un creyente, puede cuestionar la crueldad del dios del Antiguo Testamento. Un madridista, no un colchonero, puede cantar “ole, ole, ole, cornudo Simeone”. Pero ningún insulto rebaja las hazañas de un nombre convertido en leyenda. El error y el exceso, como en Kullervo o en Hércules, forman parte de la vida del héroe.
Hay como el del Cholo nombres que designan una emoción colectiva.
Quien conoce la historia del fútbol nacional sabe que Wálter Centeno Corea es más que un jugador de fútbol. Cada saprissista lo entiende y lo quiere a su modo y por razones distintas. Cada uno de ellos puede componer una epopeya que justifique por qué la camisa número ocho cuelga en lo alto del estadio de San Juan de Tibás. Sus goles olímpicos, sus títulos nacionales, sus méritos en Europa, sus récords con la selección, su merecida prepotencia, sus alisados capilares.
Mientras jugó en Saprissa, los centrocampistas del fútbol nacional debieron adaptarse a su estilo de juego. Incluso después de su retiro, la afición morada no ha dejado de añorar para sus mediocentros el perfil del futbolista con salida limpia desde atrás, pase largo preciso, marca temeraria y determinante en el juego a balón parado.
Centeno entrenó y terminó entronado: el Paté pertenece a la aristocracia del fútbol. Su apodo no es “El Chiqui”; no responde al sobrenombre de “El Mambo”; no le dicen ni “El Chunche” ni “La Comadreja”. Muchos centrocampistas se retiran convertidos en leyendas del club, solo algunos lo consiguen habiendo superado la cúspide de una raza. El Paté demostró que de un indio de Pacaca puede salir algo más que un indio de Pacaca, siempre y cuando se vista con el color del Nazareno. Toda cabeza coronada no merece otra cosa más que lealtad.
Por otro lado están las expulsiones que se ganó en el Morera, las veces que le metieron el hombro y terminó en el suelo, los saques de esquina con el marcador en contra que no llegaron al primer palo. Sus evidentes debilidades y equivocaciones se perdonan y parecen poca cosa frente a sus aciertos exagerados en la medida en que se exageran las virtudes del ídolo. Destacar los momentos de incapacidad del Paté es parecido a atesorar los tachones en el cuaderno de un gran poeta. Pero también es cierto que toda obra, toda vida, tiene momentos agrios que preferiríamos mantener en la oscuridad.
No se trata de abrir el debate de si el saprissismo (el amor por la institución) está antes o después del ídolo, tampoco de sentirse más aficionado a un hombre que a un club. En una época de nihilismo propagado, ser fiel a una filosofía, enamorarse de una idea, intimida. Cuando ya no quedan altares ante los cuales prosternarse, solo queda confiar en los hombres tocados por un destello divino.
Alejandro Marín
Escritor