Entre la usura y la exclusión financiera

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La discusión sobre el establecimiento de un límite a las tasas de interés que se definan como usurarias ha enfrentado dos tipos de posiciones, cada una con sus razones y argumentos.

Por el lado de los proponentes, se trata de evitar que a las personas, familias y pequeñas empresas se les ofrezcan créditos a tasas que se consideran exageradamente altas o usurarias, y que tienen graves consecuencias para quienes, usualmente, son los más pobres.

Por el lado de los opositores, se argumenta que al establecer una tasa de interés máxima dizque para ayudar a los más pobres, lo que se hará es todo lo contrario: dejar a los más pobres fuera del acceso al crédito; y si algo es peor que tener un crédito muy caro – nos dicen – es no tener crédito del todo.

¿Quién tiene razón? Para empezar, ambos.

Es cierto que tasas de interés del 40%, 60% o más son absurdamente altas. Pensemos lo que significa hacer una compra a crédito, digamos de un nuevo televisor de pantalla curva apenas para ver a Keylor ganando su cuarta Champions. Un televisor que, al contado, cuesta casi un millón de colones pero que, si lo compramos a crédito con una tasa de interés es del 50% anual, entonces nos va a costar el triple: cada año vamos a pagar en intereses la mitad del televisor. Y eso es mucho.

Esto no suena muy sensato y fortalece el argumento de quienes quieren poner un límite a estas tasas de usura, sea que las cobren las tiendas de electrodomésticos en sus “cuotas pequeñitas” (que, sumadas, no son nada pequeñitas) o que las cobren las tarjetas de crédito, que también son carísimas.

Pero aquí entra en juego el argumento contrario. ¿Qué podría pasar si metemos mano en los mercados financieros y ponemos un tope a las tasas de interés? Una respuesta de libro nos dice que es cuestión de oferta y demanda: con intereses más bajos aumenta la cantidad de crédito que la gente demanda, pero se reduce el crédito ofrecido por las empresas. El tope terminaría por dejar sin crédito a muchos que habrían querido pedir prestado.

El argumento en la vida real es un poco más complejo. Según nos dicen los amigos banqueros (o los economistas amigos de los banqueros), hay distintos tipos de crédito, porque hay distintos tipos de sujetos que piden crédito. Algunos préstamos son muy seguros, porque quien los solicita tiene gran capacidad de pago, un empleo estable y buenas garantías; pero hay otros préstamos muy riesgosos, por todo lo contrario: quien pide prestado no tiene respaldo, ni ingreso fijo, ni nada... más que ganas de comprar a crédito, por lo que prestarle, es muy riesgoso. Lógicamente, los prestamistas querrán cobrar más caro para protegerse de ese riesgo. Pero no es solo cuestión de riesgos, también es cuestión de costos: proporcionalmente, hacer prestamitos de doscientos mil pesos o un millón de pesos sale más caro que hacer prestamotes de cincuenta millones.

Por todo esto – dicen los colegas – si establecemos un tope a las tasas de interés para ayudar a los pobres que piden préstamos no muy grandes y que no tienen mucha garantía y son, por tanto, muy riesgosos... lo que va a ocurrir es que los bancos, las tarjetas de crédito y las tiendas que prestan plata vendiendo a plazos, no van a querer prestarle a estos pobres que, al prohibirse las tasas más altas, se quedarán del todo sin crédito. Salados.

¿Qué prefiere, que lo exploten, o que ni siquiera lo exploten?

Tal es nuestra paradoja: no está bien que la gente tenga que pagar tanto por el crédito, pero tampoco está bien que la gente no pueda endeudarse. ¿Y entonces? Llegados a este punto, lo recomendable es salirse un poco de la caja... y hacerse algunas preguntas distintas. Pensemos para qué necesita o para qué quiere la gente endeudarse, y en qué casos podría justificarse – si es que se justifica – una tasa de interés tan terriblemente alta.

Si nos dijeran que, para comprar cada mes los bienes de consumo básico para su subsistencia – la comida, la ropa, pagar la luz y el agua, etc. – las familias de muy bajos ingresos o sin un salario formal y estable, tienen que pedir un préstamo al 50% o 60% de interés, diríamos que eso es una locura. Si tuvieran que comprarlos al crédito, los bienes básicos costarían a las familias más pobres el triple que a las más pudientes, lo que no solo sería grotescamente injusto sino, además, financieramente insostenible, pues muchas de estas familias no podrían pagar, perderían las primas, y quedarían en la indigencia. Como sociedad, rechazaríamos de plano el uso del crédito usurario para financiar las necesidades básicas y cotidianas de las familias.

Pensemos otro escenario para los créditos usurarios. Supongamos que las tasas de 50% o 60% se aplicarían a los créditos que soliciten quienes quieren empezar un negocito familiar pero que, al no tener recursos propios, riquezas, ni propiedades que dar en garantía, resultan ser créditos muy riesgosos y muy pequeños, por lo que se tendrían que pagar esas tasas de usura para poder tener el crédito. De nuevo, diríamos que estamos locos: ninguna micro o pequeña empresa va a tener rentabilidades tan altas como para poder pagar a los bancos intereses anuales del 50% o 60%. De hecho, si estos negocitos generaran esa rentabilidad, de inmediato aparecerían socios capitalistas que las financiarían porque sería el negocio del siglo. Pero no lo son. Para que estos pequeños emprendedores puedan tener acceso al crédito, pero sin quebrarlos antes de empezar, es que surgen políticas como las de banca de desarrollo, o las cooperativas, o diversos esquemas de crédito a tasas razonables y subsidiadas y con condiciones de acceso adecuadas a las condiciones de los pequeños emprendedores. Tampoco hay aquí espacio para la usura.

El consumo posicional: ¿un espacio para la usura?

Si los créditos de usura no nos parecen aceptables para financiar el consumo de necesidades básicas ni las inversiones de los pequeños emprendimientos, entonces ¿qué tipos de uso quedan para los créditos más caros?

La respuesta la vemos todos los días: ¿para qué tipo de compras es que muchas familias recurren a sus tarjetas de crédito o a las compras a plazos en tantas tiendas que más que tiendas son garroteras disfrazadas? ¿En qué tipo de compras es que se está endeudando tanta gente?

Basta ver la publicidad abundante en la tele (aunque sea en el televisor viejo) o en los periódicos para darnos cuenta de que lo que acapara la mayor parte de las compras a crédito es la compra de chunches y más chunches: el televisor nuevo que tanto hemos mencionado, o el Home Theatre, o la cocina nueva, o un nuevo juego de sala, o ¿por qué no? ...el viaje a Disney con los carajillos, que también tienen derecho ¿o no?

Ya sé, me dirán que todo el mundo tiene derecho a esos gustitos y yo no soy quién para decirle a la gente que no, que todavía no puede cambiar el Hyundai, que el viaje va a ser a Jacó y no a Palm Beach y que los goles de Manfred Ugalde se seguirán viendo en la vieja pantalla de 42”. Y, sin embargo, algo está mal con comprar esas cosas a crédito. No está bien que la gente que menos plata tiene tenga que adquirir estos bienes pagando el triple que yo. No está bien, pero... ¿qué es lo que está mal?

Llegamos a la parte filosófica de la canción. A los economistas nos enseñaron que, a mayor consumo, mayor bienestar; y que, para lograr mayor bienestar, la gente tiene derecho a ese mayor consumo. Si para eso las personas necesitan endeudarse, la decisión es suya, ellos sabrán, para eso es la soberanía del consumidor. Pero... no es tan simple.

Ya Veblen lo había planteado en el siglo XIX y autores como Robert Frank y Juliet Schor lo han reformulado recientemente: cuando vivimos en sociedad, no solo nos importa lo que nosotros consumimos, nos importa también lo que consumen los demás. El consumo no solo nos brinda satisfacciones materiales, sino que se convierte también en un símbolo de nuestro lugar en la sociedad: señala nuestra capacidad de ingreso, nuestro poder de compra, nuestro valor económico. Y cuando el ingreso no alcanza y nuestro pobre consumo nos va a delatar... comprar de a prestado se convierte en la forma más práctica de aparentar, que no nos vean mal, de no vernos mal, de no sentirnos mal. El consumo es posicional, y el crédito nos permite mantener – aparentar – posición.

Los ejemplos que dimos antes coinciden con lo que plantea Schor, pues esta competencia posicional no se da por igual en todo tipo de bienes y servicios. Hay algunos que son socialmente más visibles y que por eso sirven mejor para evidenciar los distintos rangos de ingreso. Estos se constituyen en bienes de estatus, como los automóviles, la ropa, los electrodomésticos, los viajes y otros, que se vuelven en los símbolos visibles de la capacidad económica de quienes los consumen. Y cuando el ingreso no alcanza... en vez de reconocer que no nos alcanza, recurrimos a comprar al crédito para darnos el gustito y aparentar, aunque las tasas de interés sean criminales. La lectura ingenua (o cómoda) sobre la soberanía del consumidor se diluye frente a la presión social; y esa presión se ve machacada y multiplicada por las opciones de las tentadoras ofertas de pague ahora... y después veremos.

¿Exclusión financiera o protección frente a la usura?

Esto redefine la discusión sobre el crédito usurario. Ese crédito no debe ser visto como el gesto benefactor de las garroteras disfrazadas de tarjeta de crédito o de tienda de línea blanca, sino como lo que realmente es: su forma de aprovecharse no solo de la pobreza de mucha gente, sino de su necesidad social de consumir de fiado para no poner en evidencia su verdadero ingreso, su verdadera capacidad de compra. No inventemos el falso derecho a ser explotados, y mucho menos cuando la necesidad de dejarse explotar es provocada por la tentación con que se le ofrece que ese mismo mercantilismo usurero.

Poner límites a las tasas de interés, de manera que las familias con menor capacidad económica no se sientan tentadas y forzadas a pagar el triple por los mismos bienes de estatus que otros podemos comprar al contado, no puede verse como un ejemplo de exclusión financiera. No lo es. Lo que realmente excluye es la pobreza y esto no se corrige de un garrotazo.

Quienes hoy se oponen a la regulación y se nos ofrecen como benefactores de estas familias por querer incluirlas en la garrotera... las engañan. Como diría el Chavo, se aprovechan de su nobleza y los tientan con un sinnúmero de artificios de estatus a cuyo disfrute tendrán acceso con solo hipotecar su futuro y el futuro de sus hijos. Esto es lucrar con la necesidad de los más pobres que, al final, perderán los bienes... pero siempre tendrán que pagar la deuda. Cuando ya no puedan más, cuando no les quede nada... entonces serán expulsados, acusados y embargados. Hoy, en los tribunales hay casi 900 mil casos de cobros pendientes y cada año se agregan 245 mil más.

Un punto de caución final: por supuesto, cuidemos los detalles de la regulación, que debe ser técnicamente sólida. Pero no nos dejemos seducir por los cantos de sirena de la usura.

LEONARDO GARNIER

@leogarnier