En el Día de los Muertos pensemos también en nosotros, los futuros difuntos

La muerte es destino. Y dicho de un modo aún más contundente: nuestra muerte es destino. No es una mera abstracción, como si pudiéramos hablar de la muerte de los otros dejando de lado la reflexión sobre nuestra propia muerte, que se nos presenta como la única certidumbre que no acepta ponderación o escapatoria.

En algunas culturas la muerte es recibida con una gran celebración. En otras, la muerte sólo encierra dolor y pesadumbre. En todo caso, diferencias culturales aparte, algo tenemos en común (y valga decir que lo tenemos en común también con otros animales, no es algo exclusivo de nuestra especie): la muerte de un ser querido es un evento que deja una huella indeleble en nuestra subjetividad y que, además, la transforma.

Sin embargo, hemos ido perdiendo el hábito de conversar sobre la muerte, de estar en cercanía con ese proceso. La muerte pasó de ser un momento simbólico importantísimo, vivido en el espacio íntimo, familiar y comunitario; a ser reducido a dato comprobable a través de instrumentos y técnicas de medición.

Tampoco sobre esto conversamos: sobre esas transformaciones técnico-culturales que se van dando con el tiempo, con respecto a cómo entendemos y vivimos tanto la idea de la muerte, como el acontecimiento de la muerte de los seres queridos (tanto humanos y como no humanos).

Dejar de conversar sobre la muerte, en mi opinión, es problemático. Sobre todo si ese silencio no se resuelve de alguna otra forma, como por ejemplo, a través del arte. Es decir, si lo que impera es sólo silencio, de algún modo estamos entrando en negación con respecto a la muerte. Y si eso pasa, comienzan varios conflictos. Por ejemplo, el autoengaño. Pensar –mágicamente- que podemos eludir la muerte. O peor aún, que debemos hacerlo, que debemos vencer a la muerte, como si se tratara de una batalla. La idea de no existir más puede ser muy perturbadora para algunas personas. Sin embargo, perturbadora o no, esa idea tarde o temprano se materializará en nuestros cuerpos.

Por eso no deja de resultar paradójico que hayamos reclamado un término –de tan profundo poder transformador- como es el de “calidad de vida”, y que nos sea tan difícil hablar de la calidad de muerte. La muerte digna, que yo traduzco como la muerte en nuestros propios términos, la muerte que más pueda acercarse al proyecto de vida de cada quien, debe formar parte de nuestras discusiones acerca de la calidad de vida.

Conversar sobre la muerte es –ni más ni menos- conversar sobre la vida, sobre cómo entendemos la convivencia humana, la solidaridad, el respeto por el otro, la diversidad de cosmovisiones, de tradiciones, de preguntas sobre la felicidad, la dignidad, incluso sobre la ley y el Estado.

Morir no es sólo un hecho biológico. Morir es también un proceso culturalmente mediado. Por lo tanto, hablar de la muerte y debatir sobre lo que puede significar una expresión como buen morir, buena muerte o muerte digna, implica también debatir acerca de las condiciones de posibilidad para 1) que tal debate pueda, en efecto, tener lugar y 2) que una demanda social de buen morir o de muerte digna, pueda ser escuchada y reconocida.

Para algunas personas, la sola idea de que se acepte el derecho a decidir no soportar dolor y agonía en sus últimos días, además de la posibilidad de contar con asistencia médica para que tal decisión se cumpla, provoca rechazo o temor. Para muchas otras personas, la sola idea de que alguien se considere legitimado para obstaculizar tal decisión (la de no sentir dolor o de querer acortar ese proceso de agonía, acelerando la llegada de la muerte, o pidiendo ayuda para morir) es aterrorizante y repudiable.

Hay quienes creen que todo lo relativo a la muerte es un asunto exclusivo del designio divino. Y hay quienes creen que la divinidad, o bien no existe, o no tiene interés alguno en imponerse sobre la voluntad de los seres humanos. Ahí tenemos entonces nuestro reto: resolver –en la diferencia- lo que a todas luces es una de las fases más íntimas de una persona: cómo enfrentar los últimos días en este planeta.

Si asumimos que sostener la vida a toda costa es el deber principal de las profesiones de la salud, estaremos justificando excesos crueles y absurdos, como el ensañamiento terapéutico, que contrario a lo que muchos suponen, no se ejerce sólo en pacientes adultos mayores, sino que también lo sufren niños, niñas y adolescentes; víctimas de una cultura que niega la inevitabilidad de la muerte y por ello, impide que podamos imaginar una muerte buena, una muerte digna.


*Esta será la primera de una serie de columnas que quiero dedicar al tema de la muerte.

Gabriela Arguedas

@maga72