El puente
RICARDO MILLÁN
Un extracto de la cita que Iker Casillas puso de Haruki Murakami en su cuenta de Instagram rezaba que “(…) cuando salgamos de esta tormenta, no seremos las mismas personas que entremos en ella (…)”. El lema común de cada sesión de amigos en Zoom ha sido el famoso “aprenderemos a vivir con menos cuando todo esto acabe”. “Hay un propósito de todo lo que estamos enfrentando”, decía el comentario de algún desconocido en Facebook que había sido reposteado por alguien algo más conocido, haciendo alusión a un prometedor mañana de fecha incierta.
Y todo bien. No me opongo a una visión positiva del futuro, ni a darle una estructura o rumbo a las cosas. Incluso, entiendo el sentido de supervivencia, evolutivo y solidario que se encierra detrás de estas palabras. No me malentiendan. Pero suave, suave un toque. Todavía hay algo en ese optimismo apresurado que no calza, que suena desfasado. Es algo así como visualizarse tocando en público aquel instrumento que siempre soñamos, sin que antes los dedos resquebrajados sangraran por pelear durante horas, días, semanas y años, con esas cuerdas rígidas y finas como alfileres; a imaginarse bien arreglado, perfumado y acicalado en esa pomposa graduación, pero sin haberse quemado las pestañas durante muchas, muchas noches en vela; o a verse levantando la copa, escuchando el algarabío de los aficionados y sintiendo el confeti en la cara, sin sobrevivir a los entrenamientos de la pretemporada, los alaridos del entrenador, o los abucheos y chiflidos de la gradería sur.
Antes de ese final feliz, de ese atardecer en Flamingo, de esas cervezas escarchadas con los compas del cole escuchando Pearl Jam, de ese abrazo sincero tan cercano pero ahora tan lejano, de esas caminatas hacia la laguna del volcán Barva, sintiéndonos que salimos triunfantes y renovados, antes, toca algo más. Toca el doloroso esfuerzo de vivir el momento, de mirarlo fijamente a los ojos con consciencia plena, de dejarse sentir, y de conectar con uno mismo, con los demás y con lo que nos rodea.
Esta Belle Époque, pero ahora, además, digital, que habíamos estado viviendo, se caracterizó siempre por la inmediatez, por la gratificación por los likes, por la secreción de dopamina en el núcleo accumbens por cada clic, y por la demanda a que ese mensaje de WhatsApp fuera contestado de forma inmediata, más aún si estaba presente la sentencia de muerte del doble check azul. Entonces, desde ahí, cobra sentido el eco de un “quiero que esto pase rápido, y además, quiero salir mejorado”, que tiene mucho de humano, pero también bastante de premura, un poco de mal timing y una agobiante desesperación.
Y no es cierto que todos saldremos fortalecidos. Unos terminaremos más trasquilados que otros. Más lesionados, más rasguñados, más acalambrados, más desesperanzados. Y se vale. Pero de lo que realmente se trata esta maratón en la que súbitamente nos vimos corriendo sin antes haber entrenado, todavía con sobrepeso, y sin la prueba de esfuerzo de rigor previa, y a lo que no estoy tan seguro que se refieran los autores de esas porras, es a verse cara a cara con ese dolor, y con ese temor al mismo tiempo. Y sentirlo. Y respirarlo. Y percibirlo en cada célula del cuerpo. Y luego, hacer la lectura de lo que estoy perdiendo casi arrancado de raíz, de por qué sufro en este momento, de qué es aquello a lo que no quiero renunciar.
Y entonces vendrá esa negociación interna. A veces con la ayuda de terceros, a veces por vocación a la introspección. Y sí, es ahí exactamente donde, con el corazón resquebrajado, en ocasiones con optimismo, en muchas otras con llanto, haremos renuncias. Y priorizaremos. Y olvidaremos. Y podremos soltar y dejar ir. Y empatizaremos. Y pensaremos en los vínculos seguros de los que hablaba Sue Johnson. Y es ahí, donde sentiremos que algo ha cambiado. En algún lugar recóndito y nublado de nuestro ser. Y nos sentiremos más livianos, de la espalda y del alma. Y no tendremos mucha necesidad de equipaje. Y le habremos ganado la batalla a la alexitimia y a la apatía. Y temblaremos del miedo, pero le perderemos el temor a ponerle nombre a los sentimientos. Y los desmenuzaremos. Y aprenderemos a lavarnos las manos, y además, los juicios de valor. Y habrá un nuevo equilibrio interno, y externo. Un nuevo contrato con nosotros mismo, y con quienes nos rodean. Con la sociedad, con las redes sociales, con el país y con el mundo.
Y entonces el panorama adquirirá una textura distinta. Y dejará ese color sepia rostizado y luyido. Y habrá un aroma a café chorreando en la mañana, al perfume de la abuela el día de la graduación de sexto grado, o a tapa de dulce en un día de verano. Y vendrán los cerdos salvajes a visitar Madrid, y se verán manatís en Limón. Y el amor, la amistad y la hermandad adquirirán una dimensión distinta, una cuantía diferente. Ya para ese entonces quizás habremos cruzado el puente, a veces más largo, a veces menos. Y será hasta ese instante cuando el Photoshop nos permitirá crear una nueva realidad ante nuestros ojos.
RICARDO MILLÁN
Profesor asociado, Universidad de Costa Rica