El largo vuelo ultramario
En cuestión de unos tres minutos todos los motores del avión “Ciudad de Edinburgo”, un Boeing 747-236B, se apagaron incorregiblemente. Pasadas las 8:40 horas de la noche (hora local de Yakarta) del 24 de junio de 1982, los pasajeros del vuelo ultramarino 009 de British Airways entre Londres y Auckland, vivirían lo que estoy seguro ha sido el trago más amargo de sus vidas.
Sobre el Océano Índico, al sur de la isla de Java, un halo luminoso similar a una corona, tomaría por sorpresa al Oficial Roger Greaves, al Ingeniero Barry Townley-Freeman y al piloto Eric Moody (quien se encontraba en la trastienda). Su resplandor era similar al fuego de San Telmo, un fenómeno harto conocido por cualquier tipo de navegante que inclusive muchos consideraran un buen augurio: San Telmo, su patrono, exhibe públicamente su cirio como una luz cálida y protectora.
Pero lo que los vetustos navegantes consideraran como una dádiva providencial, es en realidad un efecto luminiscente producido por la ionización del gas que rodea a un conductor eléctricamente cargado. Aunque se asemeje al halo que emana la flamígera punta del cirio del santo, en realidad se trata de un tipo de plasma de baja densidad y temperatura que provoca una enorme diferencia de potencial eléctrico atmosférico y menoscaba el valor de la ruptura dieléctrica del aire.
La crónica hagiográfica fue producida por una erupción del Monte Galunggung (situado a 180 km al sureste de Yakarta, Indonesia), que provocó la elevación de inmensas columnas de ceniza, causando un efecto de pulido en el parabrisas e inundó de polvo tanto los motores propulsores (que perdieron su compresión y dejaron de funcionar de inmediato) como la cabina de pasajeros.
Las circunstancias, la imposibilidad de ver, los motores abruptamente apagados, la envolvente impotencia anunciada por el halo y el excesivamente heráldico olor a azufre, conjugaron uno de los episodios de vertical horror, más angustiantes jamás vistos.
La ironía anunciante de la corona, el halo y el inesperado parón de los motores es, sin duda, un cruel pero ilustrativo retrato de nuestro crítico y pandémico presente. El devenir inexorable de nuestros días, tiene a veces esos saltos simétricos y cifrados que hacen cuestionarnos nuestra propia consciencia. En aquella ocasión, tanto como en esta, la abrupta estagnación develó la endeble y vulnerable esencia humana.
Pero, más allá de la obvia metáfora ¿qué podemos aprender del vuelo 009?
Las acciones inmediatas son imprescindibles
Las acciones oportunas son imprescindibles para conservar una esperanza, para preservar la vida de los viajantes. No puedo imaginar a los miembros de la tripulación y pasajeros, obnubilados por la disyuntiva sobre si es más importante salvar las maletas de los ocupantes o su vida misma.
De la misma forma el falso dilema entre la salud y la economía amenaza con desviar nuestra atención de lo importante: bajo ninguna circunstancia la salud y la conservación de la vida pueden hallarse en el mismo estadio axiológico que la economía.
Por el contrario, la sola posibilidad de no lograr encender de nuevo los motores representaba para la tripulación un indicativo claro de la necesidad de pedir ayuda, en este caso al Control de Área de Yakarta, porque nunca, salvo en las fabulescas gestas de los héroes en las epopeyas, la salvación se alcanzó en solitario.
La necesidad de poner en ejecución el procedimiento estándar precautorio, la relevancia de verificar los cursos posibles (la presencia de una cadena montañosa al sur de la isla de Java, hacía poco factible un paso seguro; en cambio era mejor dar la vuelta hacia el océano para intentar un amerizaje en el Índico) y la condición imprescindible de ser claro con los pasajeros, en medio de la crisis que se avecinaba, son parte de esas determinaciones impostergables.
Moody usó la potencia inercial de los motores para reducir la tasa de descenso, hasta arrancar por unos instantes nuevamente los motores dos y tres, retomando los 4500 metros de altitud y evitando las grandes montañas indonesias. Pero aun y a pesar de ese ilusorio éxito, el Fuego de San Telmo volvió y provocó que los motores fallaran nuevamente y que el vuelo descubriera honduras inéditas.
Una crisis no es un momento oportuno para sostener posiciones obtusas, me es imposible imaginar al capitán Moody negándose a solicitar la guía de Yakarta o negándose a seguir el consejo de su ingeniero de vuelo. Imagínese lo oprobioso que hubiese sido pedir a los pasajeros de clase económica que saltaran al vacío para salvar a los pasajeros de primera clase. Y también me es difícil concebir un pasajero de primera clase, ante la emergencia compartida, aduciendo un mejor derecho a la vida en razón de que su “ticket” vale más.
Aún con los motores apagados es posible planear
La facultad de planear es una emulación prostética que los aviones han sabido aprender de las aves. A veces las grandes distancias de vuelo se recorren, en buena medida, aprovechando la sustentación del aire que fluye a través de sus alas.
Pero planear implica un profundo conocimiento de las dimensiones del cuerpo; en aerodinámica existe lo que se conoce como “la razón de planeación”, que puede ser definida como la relación entre la distancia que un objeto en vuelo aerodinámico recorre horizontalmente, con referencia a la altura que desciende conforme avanza.
El vuelo 009 era capaz de planear unos 15 km por cada km descendido, en otras palabras eran capaces de planear durante 23 minutos, cubriendo una distancia de 91 millas náuticas.
Pero ¿cuál es la razón de planeación que tenemos hoy como país? Nuestras cargas estructurales son muchas, sin duda; un profundo déficit fiscal alimentado por el crecimiento de la deuda, comprometían, ya de por sí, muchas de nuestras posibilidades, inclusive antes de la pandemia.
Pero la dejadez, la ausencia de liderazgo y consenso y la insensatez del discurso económico hegemónico redujeron aún más la ya de por sí muy comprometida capacidad de planeación. Es más, las actitudes recientes parecen demostrar que predomina un transversal desdén (o ignorancia) por la facultad de planear: se ha preferido, arbitrariamente, hacer que el peso de la crisis caiga sobre los sectores más desposeídos, con medidas ostensiblemente regresivas, con discriminaciones absolutamente inconsistentes en detrimento del proporcional reparto de las cargas públicas, que ponen en peligro nuestra capacidad de planeación; una perversa política ensayística de “austeridad expansiva” pone en solfa nuestra capacidad para seguir volando, aun con los motores apagados.
No imagino al ingeniero Barry Townley-Freeman, en medio de la crisis, contando a escondidas el menudo en sus bolsillos, pero sí veo un BCCR con una enquistada impasibilidad, excesivamente perniciosa, cuidando sus doblones para mantener las apariencias.
Con mucho pesar puedo afirmar que el congnoscitivamente comprometido liderazgo de “nuestro capitán”, complementado por un preconcebido sesgo ideológico, dictado por preferencias ortodoxas fallidas, reducen velozmente nuestra capacidad para planear.
Vender activos estatales, por ejemplo, es como pedirle a los pasajeros que, para aligerar el paso, echen por las ventanas sus maletas; es comprometer el andamiaje mismo de nuestro Estado de Derecho.
Nuestra razón de planeación pasa por entender cuánto más podremos volar con los motores apagados, si seguimos comprometiendo el tejido social con las graves decisiones de una inescrupulosa ortodoxia y el llamamiento torpe de los poderes fácticos que gobiernan el país, para salvar solamente a algunos pasajeros.
Para volar, hay que saber mirar
El parabrisas del Edimburgo estaba completamente traslúcido; el polvo de ceniza volcánica aunado a la velocidad del avión, causó sobre el cristal un pulimento tal que imposibilitaba toda vista. Conforme el vuelo 009 se acercaba a Yakarta, la tripulación maniobró prácticamente solo con los instrumentos del sistema de aterrizaje instrumental, aun cuando la senda de planeo se encontraba fuera de servicio.
Si bien para volar hay que saber mirar, aún las condiciones imposibilitantes cedieron ante un liderazgo asertivo que supo disminuir el sesgo de su obstinada condición, con el consejo indicativo de las herramientas a su alcance. No se puede conducir (por el aire o por la vida) bajo el estigma de las pulsiones, con la improvisación del dogma ideológico y las presiones sectarias.
He ahí la relevancia de un liderazgo sano en medio de una crisis; el señor Moody anunció, haciendo gala del criterio más absoluto de comedimiento:
“Señoras y señores, les habla el comandante. Tenemos un pequeño problema. Los cuatro motores se han parado. Estamos haciendo lo imposible para tenerlos bajo control. Confío en que no se angustien demasiado”.
Lo cual denota una gran capacidad para, en medio de un vertiginoso descenso, anunciar con claridad el problema, sin que ello signifique una exacerbada angustia (más allá de la que ya de por sí padecían) para los pasajeros.
El ejercicio de un liderazgo sólido pasa por discernir si una propuesta responde a un criterio sectorial, al sostenimiento de un privilegio anquilosado o a un fallido dogma ortodoxo o si, por el contrario, la medida defiende la preservación de la vida, como criterio primordial. O si resguarda la capacidad de atención de las necesidades los usuales excluidos, si recuerda que una cadena es tan fuerte como el más débil de sus eslabones, si tiene presente que el buen ejercicio de unos se debe a los ingentes beneficios que han disfrutado durante tantos años, en razón de una institucionalidad favorable.
En medio de una crisis, un liderazgo sano sabría el justo punto de equilibrio entre las demandas y las necesidades y sobre todo no desconocería aquellas propuestas que propugnan la repartición de las cargas y benefician a todos y no solo a unos cuantos.
Finalmente
Transitamos una crisis sin precedentes, como lo fue la experimentada por el vuelo 009 (en muy pocas ocasiones, en incidentes similares, han fallado los cuatro motores al mismo tiempo), pero “el que tiene oídos para oír, oiga”: hemos perdido valiosísimos minutos, hemos perdido momentum, con medidas económicas a cuentagotas, que tienen efectos de ostensible y desequilibrada pervasividad para quienes están soportando los embates más gravosos de la crisis; además “planear” es posible solamente si comprendemos el peso de nuestras cargas, si sabemos entender que la distancia de vuelo está estrechamente relacionada con nuestras caídas, de forma proporcional.
El frágil arte de saber volar con los motores apagados es una prerrogativa de los cuerpos que han entendido que su vuelo se sustenta en el empuje del aire que viene desde abajo.
Es momento de remover la venda del sesgo, del empecinado dogma de lo mismo, de limpiar nuestras ventanas del polvo obcecado que amenaza nuestra vista.
De hacer esto, estoy seguro que, como el vuelo del Edimburgo, sabremos llegar vivos a buena dársena, sabremos planear, con los motores apagados, hasta llegar salvos al final. Estaremos vivos. Nos veremos pronto.
Aterrizaremos juntos, todos y cuando esto pase, recordaremos que solo las aves planean, errantes y espontáneas, el largo vuelo ultramarino.
LUIS CARLOS OLIVARES
luigyom@hotmail.com