Abuelas, valses, serigrafías y portales con muñecos G.I. Joe

De niño o de adolescente, no estoy seguro, escuché por primera vez un vals de Manuel Acosta Ojeda. Se titula Atardecer y lo canta Jaramillo. 

Al menos esa es la versión que yo conozco, la que yo escuchaba con mi abuela Mina.  

Habla de gacelas, de sauces que lagrimean, de fieras que beben agua y de lagos donde afloran anfibios. Y habla, además, de sirenas que se peinan la cabellera blonda. 

Al escucharla de nuevo pienso en esas serigrafías humildes donde se representaban escandalosas fabulaciones ecosistémicas. Las recuerdo como una inexplicable conjunción de tigres de bengala y osos negros y conejos. Las recuerdo adosadas en las paredes de madera de remotas casitas de campo. Las recuerdo al lado de imágenes religiosas y patrióticas. 

Se trataba, si se quiere, de ilustraciones inspiradas en las mitologías  edénicas más que en el riguroso conocimiento de las ciencias naturales. Y quizás por eso, a menudo, contaban con elementos fantásticos semejantes a las sirenas del vals de Acosta Ojeda.

Nuestros portales también comportaban una suerte de cosmogonía de la ingenuidad donde los camellos pacían al lado de vacas, cebras y jirafas.

Había leones y soldados de la Segunda Guerra Mundial acechando desde las acumulaciones de musgo. 

Había tractores Fisher Price y piezas perdidas de Lego y muñecos G.I. Joe. rescatados del olvido y de las periódicas limpias donde los juguetes viejos acaban en una caja “para regalarle a los chiquitos pobres”.  

En la configuración del sentido de realidad de esos portales y de esas serigrafías y de ese vals peruano operaba la furia de una poiesis arcaica. Una furia creativa que resistía el obcecado afán diseccionador y alienante de la ciencia moderna. Novalis lo entendió así al insistir en que el poeta conoce mucho mejor la naturaleza que el científico.

El concepto de realidad, usualmente, lo empleamos para evidenciar perspectivas que se diferencian de las nuestras por constituir representaciones ilusorias del hombre y del mundo, explicaciones falsas del orden de las cosas. 

Algo así decía Feyerabend.  

Y decía que ese concepto de realidad está determinado por factores psicológicos, sociales y culturales.

Y decía que es susceptible de cambiar como resultado de acciones humanas conscientes. 

Y decía, aún más importante, que en las construcciones donde impera esa furiosa poiesis arcaica (las epopeyas homéricas, por ejemplo), más allá de los pormenores particulares, se nos revelan los rasgos generales,  universales, del hombre, del mundo social y del mundo natural. Esto es: se nos revela una cosmología. 

Lo mismo sucede con esas serigrafías y esos portales y ese vals de Ojeda Acosta: nos hablan desde un mundo perdido donde los patios, los jardines y los campos no son asépticas organizaciones de palmeras y cultivos geométricos de piña, sino caótica y milagrosa eclosión de vida. Dicho de otro modo: Nos hablan desde un mundo donde las abuelas son como vainas de chinas que se sacuden el delantal en una violenta explosión de boronas y semillas.

FABIÁN COTO CHAVES

@fabicocha